El tejido de la vida:
Hamacas y chinchorros venezolanos
Lelia Delgado
“Wale’kerü, la araña, es la tejedora.
Ella enseñó a tejer a las mujeres,
de su boca sale el hilo ya torcido
y preparado “
Mito Wayuu
Poco se conoce sobre los antiguos tejidos en fibras blandas y otras artes textiles de Venezuela, sin embargo, el hallazgo de instrumentos arqueológicos como agujas de hueso y volantes de huso necesarios para hilar algodón, así como el extenso relato de cronistas y viajeros sobre la variedad de técnicas de manufactura y sustancias de una química tradicional –destinada a colorear las fibras que conformaron la urdimbre y la trama de telares rudimentarios–, nos han revelado un rico conjunto de conocimientos indispensables para rastrear las fuentes de este oficio.
De lo que sí se tiene certeza es que, en los primeros años de la Colonia, en aquellos lugares en donde desde tiempos antiguos existía ya una tradición textil, se evidenció la destreza artesanal de los indígenas, quienes pronto fueron incorporados al trabajo de los complejos telares europeos en donde fabricaban lienzos de algodón como los de El Tocuyo durante el siglo XVIII. Tradición de la que son herederos legítimos un don Juan Félix Sánchez, quien conservó viva la estética de la trama y de la urdimbre, a cuyo nombre se une la memoria legendaria ya de don Sixto Sarmiento y don Juan Evangelista Torrealba, quienes en los tórridos y espinosos aledaños de Tintorero, en el estado Lara, continuaron en sus talleres familiares las artes del telar, convirtiéndolas en industria de rendimiento y excelencia.
De acuerdo con Walter Roth, la primera mención histórica que se tiene de la hamaca es la que aparece en una carta del segundo viaje de Cristóbal Colón. Ésta se refiere a las fabricadas por los indígenas de Santo Domingo, las cuales eran tejidas en algodón. Willson, explorador de Guyana, quien estuvo en el río Oyapock en Cayena hacia 1606 escribe: las “camas indígenas que ellos llaman hamacas; hay algunas hechas con hilo de algodón y otras con cortezas de árboles, que usan para descansar en ellas colgando...”. Veinte años después Davis, otro explorador de la región, relata: “...ellos tienen una especie de red hecha con cuerdas de un árbol que llaman hamaca esta tiene tres brazadas (1,83 m) de longitud y dos en anchura, las cuales se agrupan en ambos extremos a lo largo, cada extremo se fija a un árbol en toda su longitud permaneciendo más o menos a una yarda y media del suelo. Cuando quieren dormir se trepan a ella”.1
Desde ese tiempo y hasta ahora, la fabricación, uso y partes que conforman estas camas colgantes, destinadas al sueño, al descanso, al amor y a la muerte, no han cambiado sustancialmente. Sin embargo, en cada lugar, en cada sitio, han adoptando formas de expresión propia que las caracteriza y diferencia, y la variedad de sus técnicas, materias primas y colorido están acordes con la tradición, clima y fibras producidas en cada región.
Podríamos afirmar que así como en el contexto de la vida campesina el estilo de sus chinchorros y hamacas designa pertenencia a una tradición, en el mundo indígena el acto mismo de tejer es una habilidad que define identidad, pues también allí cada cultura posee signos que le son propios.
A pesar de la amplia gama de variaciones, los elementos básicos que constituyen un chinchorro y una hamaca son:
La cabuyera, pieza superior formada por un conjunto de cuerdas de un largo variable las cuales terminan en un asa a manera de argolla.
La cabecera, unida por un lado a la cabuyera y por otro al cuerpo, se forma a partir de un conjunto de cordones trenzados los cuales se tejen a manera de una malla que se va atando a los hilos terminales de la urdimbre que conforma el cuerpo.
El cuerpo, elemento central que define la diferencia entre chinchorro y hamaca. Mientras que en el primero el cuerpo se teje con una trama abierta y elástica, en la hamaca, trama y urdimbre son tupidas a manera de una tela que carece de elasticidad y transparencia.
La cenefa, llamada también fleco o trapera, es un elemento decorativo, que varía de acuerdo con la calidad y belleza del chinchorro o de la hamaca producidos. Se trata de una franja tejida que cuelga de los orillos laterales, puede ser hecha con una aguja de ganchillo o anudada formando una malla.2
Por sus cualidades estéticas, el tejido de hamacas y chinchorros constituye un rango mayor entre las artes textiles de Venezuela. Aunque algunos hombres se han incorporado al oficio de tejedores, éste pertenece fundamentalmente al universo femenino, constituyendo una de las principales fuentes de ingreso que aportan las mujeres a la economía doméstica. De esta forma sucede en Mérida, Trujillo, Zulia, Lara, Margarita o Monagas, en los Llanos, en Amazonas o en el Delta del Orinoco, en medio de la fronda y la hojarasca, que ya en sí es un vasto tejido vegetal de juncos, lianas y raíces. Ajenas a la araña que se descuelga parsimoniosa de su red, tejedoras campesinas e indias van tramando un mapa imaginario del mundo.
Mientras tejen en concentración meditativa, parecen ausentes, como si el espacio circundante no tuviera nada que decir, sin embargo, con una naturalidad asombrosa, poco a poco surgen de sus manos diestras, que acarician el placer elemental de jugar con los hilos, las más bellas hamacas y chinchorros, hechos con las herramientas más sencillas; quizás un rudo cuchillo, una lanzadera de madera rústica, un par de horquetas hendidas en la tierra y un huso rudimentario hecho con una vara de madera y un volante en forma de pequeño plato de madera, o de tapara, que hace el contrapeso que necesitan los cabos de fibra para torcerse sobre sí mismos. Es todo lo que hace falta para tejer, además de paciencia y dedicación, pues la preparación de las fibras es un arduo proceso que exige otras tareas como la extracción, lavado, secado, torcido, teñido e hilado.
No obstante y a pesar del esfuerzo que esto exige, hemos encontrado muchas mujeres indígenas y campesinas en todo el país dedicadas al trabajo con materias primas, cuyos nombres todavía nos seducen:
El cumare (Astrocaryum tucuma), fibra fina y fuerte que se extrae de las hojas de esta palma; la curagua (Brocchinia sp), fibra textil muy resistente con la que se hacen cuerdas y amarres, producto de esta planta que crece en la región del Orinoco; el dispopo (Agave cocui), fibra de mil usos, extraída de la planta de cocuy, conocida también como cocuiza; la majagua (Anaxagorea acuminata), con cuyos cabos se hacen cuerdas; la marima (Antiaris sacciadora), corteza de un árbol cuyas capas suaves semejan una tela; el moriche (Mauritia Flexuosa Linn), fibra suave y resistente que se extrae de una palma que crece al sureste de Venezuela, usada también en el tejido de cestas e implementos de pesca; el sisal (Agave sisalana), xerófila de la familia de las Agavaceae, cuya fibra sedosa se utiliza en la fabricación de hilos, cordeles, mecates, sacos y muchos otros objetos artesanales; el mamure (Heteropsis spruceana), fibra de uso común en la confección de cestas, nasas y cordones.
Las principales técnicas textiles empleadas en el tejido de chinchorros y hamacas van desde el tejido plano o “paleteado”, constituido por una urdimbre doble que se esconde bajo una trama muy tupida, hasta los chinchorros más sencillos hechos con los cabos, apenas atados, del mamure descortezado. Es frecuente encontrar chinchorros fabricados en telar de bastidor, trabajo que se inicia haciendo pasar sobre una cuerda que permite crear los “ojos”, una suerte de ondas entre las cuales van pasando vueltas sucesivas de hilo en forma de espiral tramando una malla. El tejido de cadena o “tripa”, el más frecuente en Venezuela, consiste en una urdimbre rala que cubre el bastidor por las dos caras sobre un tendido de hilos por delante y por detrás. Con esta técnica van tejiendo a un mismo tiempo dos mitades del chinchorro que remata en el centro con un rollete de hilos que denominan “tripa”. Otra técnica frecuente, sobre todo en la confección de chinchorros indígenas, es la de tejer sobre una urdimbre poco densa una serie de cadenetas independientes a manera de trama; al estar las cadenetas muy espaciadas entre sí, dejan ver largos tramos de la urdimbre. A la par, están los chinchorros tejidos con la técnica de los “caireles”, cuya trama de cadenetas anchas se teje sobre una urdimbre muy tupida, formando “líneas” horizontales o diagonales que semejan un encaje.
El colorido y tamaño de hamacas y chinchorros varía con la tradición, materia prima y particularmente con el sentido estético de las tejedoras. En la isla de Margarita se tejen hamacas en telares de dos horquetas y dos travesaños grandes a manera de bastidor con la técnica del tejido plano o “paleteado”, formando una trama y urdimbre doble sumamente tupida. El algodón, sembrado, cosechado e hilado en casa, ha sido sustituido por el pabilo o “guaralillo” industriales, sin embargo, conservan todavía ese color crudo típico que otorga a la hamaca margariteña y principalmente a la cenefa ricamente tejida, su distintiva elegancia y sobriedad.
En Monagas, especialmente en Aguasay, tímidas y silenciosas campesinas procesan la fibra de curagua para tejer chinchorros con la técnica de los “caireles” hechos en algodón sobre la misma curagua, produciendo una suerte de fino encaje de color crudo, en un proceso que ellas denominan “pintar el chinchorro”.
En los húmedos y frescos caseríos de las montañas andinas, en aquellos lugares en los que todavía no ha llegado la confusión de un tiempo sin historia y tradición, gentes serenas, cuya certeza interior conserva la ordenada belleza de otros tiempos, todavía “escardan”, tiñen, lavan y tejen en telares artesanales de lizos y pedales la lana de oveja que dará cuerpo a la hamaca. A veces juegan a los colores con la alquimia de antiguas materias tintóreas como el añil, la “concha de aliso”, el “guarapo”, el “ojito”, la “raicita” y la “uña de gato”, cuyas tonalidades resisten precariamente el cambio producido por las ya hace tiempo adoptadas anilinas comerciales.
Aunque ya no se escucha el rumor de las ovejas que solían pastar en las cercanías de Tintorero y el algodón industrial haya sustituido por completo la lana –llevándose la memoria de las faenas de escardado, hilado y teñido–, todavía allí se conservan las artes del telar horizontal de pedales y lizos, en los que fabrican las telas multicolores de cuadros o rayas con las que confeccionan hamacas entre muchos otros géneros textiles, que han dado a este sitio un sello que lo define y diferencia. Aunque cada vez más escaso, todavía se tejen en otras zonas del estado Lara chinchorros de fibra de “hipopo”, teñida en amarillo con “bosuga” o en marrón con palo de Brasil.
Mientras tanto, a las tejedoras de los tórridos pueblos de Falcón los ojos se les van llenando de sol y polvo. Fieles a un último capital, que es el capital de su cultura, sin alterar en lo más mínimo las técnicas tradicionales del tejido de chinchorros, dejan salir de sus manos gastadas por la rudeza de las fibras artificiales, chinchorros sintéticos hechos por encargo. Lamentablemente al ir escaseando las fibras naturales y principalmente debido al precio inaccesible que adquieren en el mercado, han sustituido la sencilla calidad del algodón y del “hipopo” o “dispopo”, por el colorido artificial de los materiales acrílicos que les son suministrados por intermediarios y comerciantes de artesanía local, con lo que satisfacen la demanda de un público cuyo gusto se ha dejado corroer por modelos industriales de baja calidad.
A manera de curiosidad, es interesante reseñar aquí la “hamaca campechana”. Fabricada en cuero de vaca, presenta una serie de cortes longitudinales que la hacen flexible. Suponemos que se trata de una forma ingeniosa de aprovechamiento de una materia prima local, pues ésta se produce principalmente en el interior de los llanos de Apure y Barinas, adaptada a la confección de un objeto de uso tradicional.
Al igual que las tejedoras campesinas que colocan sus telares en el corredor, en la sala o en la cocina de la casa, el lugar de las tejedoras indias es generalmente un espacio abierto, bajo una enramada, a veces cerca del fogón; puede ser el fondo de un paraviento en donde clavar las estacas del telar. No se trata de un “atelier” o un lugar en donde se conserven los patrones de tejido, pues sus modelos sólo existen en la memoria de una la tradición de larga data. Tejer forma parte de su estilo de vida, el cual nunca interrumpe las faenas domésticas de la cocina o la crianza de los hijos.
Acceder a su estética y simbolismo precisa una paciente travesía por mitos y leyendas que explican los orígenes de la vida y la suma extensa de seres ancestrales que trajeron al mundo las artes del tejido.
Para las mujeres Wayuu, quienes afirman que ¡ser mujer es saber tejer!, el poder creador de este oficio es atribuido a “Wale’kerü”, la araña mítica, tejedora primordial, quien enseñó a las mujeres los oficios del telar en donde confeccionar hamacas y chinchorros, además de bellas fajas, bolsos, y el “sheii”, la rica manta funeraria en cuyos signos expresan la complejidad de sus ideas y prácticas sobre la vida y la muerte.
Con el arribo de la pubertad, las niñas –convertidas definitivamente en mujeres–, deberán pasar por el “mayajuru”, encierro ritual, durante el cual aprenderán de sus madres, abuelas y tías maternas las labores propias de su sexo, y principalmente el arte de tejer. Para hacerse diestras en el oficio deberán usar la pulsera “kanaspi”, que les ayudará a mantener viva la experiencia, creatividad, tenacidad y perseverancia que se precisa para concluir todo tejido iniciado. El uso ritual de la “kanaspi” inducirá sueños mágicos; si la niña logra ver a la serpiente “wui” será la señal inequívoca de haber sido dotada para el “kanaas”, el arte de tejer los signos.
Con la introducción de nuevos símbolos y materiales, las tejedoras Wayuu han suplantado el algodón silvestre y el sisal por hilos mercerizados, hilazas y otras fibras acrílicas de vistosos colores sin que esto haya significado una modificación sustancial de su riquísima estética textil. Es indudable que entre los Wayuu, como entre ninguna otra cultura indígena de Venezuela, todo esfuerzo de perfección es poco a la hora de hacer que cada cabo de la trama o de la urdimbre tenga idéntico grosor. E l acabado impecable de sus hamacas y chinchorros incluye las técnicas del ganchillo, el anudado y la cordelería, haciendo de su oficio una síntesis en la que todos los elementos individuales dan paso a una visión de totalidad; además, al tejido sedentario del telar le sigue un tejido nómada que las mujeres realizan en cualquier sitio, con las sencillas agujas de ganchillo que suelen llevar en el abultado “susu”, mochila multicolor tejida en algodón.
De igual forma, las mujeres Yanomami hilan el algodón en husos rudimentarios, fabricados con una vara de palma que gira sobre un volante de tapara. La extremidad superior del huso posee un gancho que sujeta el hilo que se va formando en el proceso mismo de rotación y torsión, con el cual tejen chinchorros utilizando rústicos bastidores hechos con dos estacas clavadas en el suelo. Su técnica de tejido consiste en rodear la estructura de un “bastidor” de madera con la fibra que servirá de urdimbre, la cual debe mantenerse siempre tensa. A esta urdimbre de unos cincuenta a setenta centímetros aproximadamente, se inserta horizontalmente un hilo de algodón, a manera de trama, cada quince centímetros. Se trata más de un tendido y anudado de hilos, que de un verdadero tejido.
Otro chinchorro tradicional entre los Yanomami es el llamado marakami-toki, el cual usan durante sus largas travesías de caza, pesca y recolección, y luego desechan. Hecho con bejucos de mamure que chamuscan sobre el fuego, suelen desprender la corteza con la ayuda de los dientes hasta obtener finas tiras con las que forman manojos que golpean con un mazo de madera en el lugar donde irá la atadura por donde se cuelga el chinchorro. Para evitar el peligro de caer entre las tiras, suelen pasar una trama que se anuda en tres distintos lugares.
Igualmente, entre las Warao del Delta del Orinoco el uso y tejido de chinchorros desempeña un papel fundamental en su vida doméstica. Siendo éste el principal mobiliario de la casa palafítica tradicional, las mujeres inician su confección sentadas sobre los troncos que conforman el piso de la vivienda. Allí van separando hábilmente las hojas de moriche formando largas tiras que agrupan en atados que luego son hervidos en agua, y en algunos casos teñidos durante el mismo proceso, con una corteza vegetal que denominan carapo.
Las fibras son secadas al sol, luego de hervidas, y ya quedan listas para ser hiladas en un proceso que implica torcer dos o tres cabos de fibra deslizándolos con la mano a lo largo de la pierna. Con el hilo producido van formando los ovillos que utilizarán luego para tejer los apreciados chinchorros de moriche. Éstos se fabrican con la técnica del trenzado sobre un telar de estacas a manera de bastidor, cuya longitud varía de acuerdo al tamaño del chinchorro que se desea tejer.
La técnica de este tipo de chinchorro constituye una suerte de trenzado simple, realizado haciendo pasar sobre un primer conjunto de fibras colocadas en forma horizontal, un hilo que se enrolla en espiral a partir del cual –con la ayuda de una aguja– se hace pasar la fibra alternadamente, por encima y por debajo de la orla en espiral, y así sucesivamente en un proceso que puede durar varias semanas.3
Además de los Wayuu, Yanomami y Warao, otras comunidades como los Ye’kuana, suelen tejer bellos chinchorros de algodón sembrado en sus conucos; también los Baniwa y los Hiwi los hacen con las fibras de cumare, las cuales suelen decorar con franjas de colores teñidos con anilinas industriales. Luego de este laborioso trabajo generalmente los venden a los criollos o los distribuyen directamente en tiendas artesanales, pues las nuevas dinámicas de la economía globalizada van dando lugar a la disgregación o reacomodo de su estructura simbólica y, sobre todo, a una acelerada inserción de estos objetos en la “lógica” del mercado artesanal, trastocando su antiguo valor de uso, y convirtiéndolos cada vez más en objetos comerciales.
Sin embargo y a pesar de todo esto, las claves del oficio de las tejedoras de hamacas y chinchorros, siguen estando en la tradición, ellas son parte de una forma callada de resistencia cultural, pues tejer no es un oficio de profanos, es atar los cabos del pensamiento en una tupida trama de símbolos, es repetir en cada caso la acción creadora de la mítica Wale’kerü, para traspasar las grietas del mundo y franquear los caminos del sueño y la imaginación, pues a fin de cuentas, como ellos mismos lo definen, “tejer, es volver a tejer el tejido de la vida”.
Notas
Walter Roth. An Introductory Study of the Arts, Crafts and Customs of the Guiana Indians, Washingt on, Smithsonian Institution, 1924.
Marta Ramírez Zapata. Wale’kerü, Artesanías de Colombia, 1995.
María Matilde Suárez. Los Warao. Indígenas del Delta del Orinoco, IVIC, Caracas, 1968.
excelente información y sistematización de la hermosa historia textil de nuestro País, el cual posee muchas mas riquezas que el petróleo..
ResponderEliminarFascinante!
ResponderEliminarexe informacion. graciascelnt
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