Presentación

"El trabajo no debe ser vendido como mercancía, debe ser ofrecido como un regalo a la comunidad"

Ernesto Che Guevara



Por el derecho que tienen los pueblos a saber su propia historia. Por el derecho a conocer sus tradiciones y cosmovisión indígena. Por el derecho a conocer la leyes que los amparan. Por el derecho a socializar el conocimiento liberándolo de la propiedad privada, del autor individual, la editorial, la fundación, la empresa, el mercado y cualquier otro tipo de apropiador que ponga precio a lo que es patrimonio de la humanidad.

Siguiendo el ejemplo de la cultura del regalo que practican los pueblos originarios de todas las latitudes y en la conciencia de que el otro, es también mi hermano: “sangre de mi sangre y huesos de mis huesos”, concepto que los indígenas de Venezuela resumen con el término pariente, he desarrollado esta página, con la idea de compartir estos saberes, fruto de años de investigación en el campo antropológico, para que puedas hacer libre uso de un conjunto de textos, muchos de los cuales derivaron del conocimiento colectivo de otros tantos autores, cuya fuente ha alimentado mi experiencia humana y espiritual.

A mis maestros quienes también dedicaron su vida a la investigación en este campo, apostando de antemano, que por este camino jamás se harían ricos, a los indígenas que me mostraron sus visiones del mundo, a los talladores, ceramistas, cesteros, tejedores, indígenas y campesinos que me hablaron de su oficio.

A Roberto y a Emilio quienes murieron en la selva acompañándome en aventuras de conocimiento, a mis colegas de los equipos comunitarios de Catia TVe, a los colegas de los museos en los que he trabajado, a mis compas de la Escuela de la Percepción, a mis amigas que me han apoyado y a los que me han adversado, mi mayor gratitud.

Lelia Delgado
Centro de Estudios de Estética Indígena
Leliadelgado07@gmail.com

lunes, 18 de abril de 2011

Enrique Stanko Vraz. Un etnógrafo entre dos mundos.






Enrique Stanko Vraz
 
Un etnógrafo entre dos mundos.

“Nada era más ajeno a su realidad que el absurdo concepto de salvaje. La evidencia de que desconocían cosas que eran para mí esenciales y necesarias, estaba muy lejos de vestirlos de primitivismo. La soberana precisión con que éste flechaba peces en el remanso, la prestancia de coreógrafo con que el otro embocaba la cerbatana, la concertada técnica de aquel grupo que iba recubriendo de fibras el maderamen de una casa común, me revelaban la presencia de un ser humano llegado a maestro en la totalidad de oficios propiciados por el teatro de su existencia.”

                                                                      
                                                                                  Alejo Carpentier
                                                                                 

“Los Pasos Perdidos”


Pareciera fácil para un antropólogo escribir sobre las hazañas de un viajero, pues ellas suelen presentarse en perspectiva. Sin embargo, esa mirada distante se torna difícil cuando éste juzga culturas diferentes, en estos casos pareciera entrar en juego el atractivo y, a veces, la desconfianza, que ejerce el exotismo, considerado desde hace mucho tiempo, por la antropología, como una  mirada “sucia”.

Sin embargo, la visión de lo exótico hace soltar todas las amarras de la escritura. Después de su experiencia, el viajero pareciera morir para sí mismo, aunque sea mirándose vivir(1). Desde esta perspectiva, lo “normal” y lo “distinto”, suelen ajustarse a fórmulas y combinaciones de efectos y aciertos diversos, pues vivir la diferencia de otra cultura y entrar en contacto con lo otro, cuestiona radicalmente el aquí y ahora del viajero.

Su extraño amor por lo diverso, hace de él un poeta y lo conduce, por momentos, al absoluto. Así entendemos el tono emocional de muchos textos de nuevos viajeros, E. St. Vráz, en los que describe el mundo natural. Para él, “hace falta ser viajero de profesión y afición, un sensible hijo de la madre naturaleza, y estar unido a ella por un cordón de cordial compresión, para que cada mirada suya, cada coloración, atavío y aroma, le lleguen al corazón.

Para que el entusiasmo sea comprensible, se debe estar consciente de la embriagante sensación de vencer todos los obstáculos y caminar por tierras vírgenes pocas veces o jamás violadas por el hombre blanco”.

Esto se hace patente por lo rica e impetuosa que ha sido su vida y por su gran afición a la libertad. Excelentes puntos de partida para dotarlos de un gran sentido de observación, agudeza, cierto cálculo, profundidad y sabiduría. Por tal razón, pareciera inevitable eludir las relaciones que se dan entre este tipo particular de ser humano y sus escritos. No se trata de curiosear en su anecdotario biográfico, sólo intentemos señalar que el extraordinario relato de Vráz por América Meridional proyecta una recia y rica individualidad, aunque a veces, un tanto contradictoria.

Su mirada de fotógrafo no deja nada fuera. Apasionado por los detalles, su obra combina el oficio del naturalista con la descripción, el relato de incidentes, momentos límites febriles, dolores físicos y algunos estremecimientos y choques emocionales que complementan este relato como una forma de autorretrato.

En medio de la pasión por un paisaje que es más bien, según sus palabras, una “orgía de colores y formas”, deslumbrado ante las grandes floraciones vegetales. Desbordado por la inmensidad de los canales de aguas dulces, que como dice “cubrirían miles de Moldavas, cientos de Elbas” . Extasiado ante la “falleciente majestuosidad de los picos andinos y la vivacidad de los valles tropicales” de este lado del universo, resalta un mundo de diferencias.

Cada palabra suya, pareciera hacerlo huir de todo y fundamentalmente de sí mismo, aunque la comparación lo lleve de nuevo a encontrarse. Al final, América, África y Asia, le hablarán siempre en secreto de sí mismo, pues el viajero lleva consigo todo lugar, todo sitio visitado.

Como si retomara ese gozo vivo y profundo del alma, Vráz, acude a viejas memorias para renovar en ellas cada gesto, encontrando siempre la palabra, la frase justa, que le permita desplegar esas imágenes acumuladas en dieciséis años de viajes por el mundo. Imágenes que desde la distancia, forman parte de un paraíso perdido, “un pedazo de fábula”.

Sin embargo, aunque quiera deshacer de todo perjuicio hacia lo indígena y describir objetivamente hombre y naturaleza. Aun cuando aborda con gran escepticismo muchos de los valores de su propia cultura, las barreras del etnocentrismo de su tiempo lo llevarán a contraponer, “la pobreza de pensamiento indígena”, con la “incansable y gigantesca construcción de la naturaleza, al lado de la débil y floja raza de las criaturas aborígenes del territorio mayormente bendecido del mundo”.

Instancia difícil a la objetividad es juzgar aspectos centrales de culturas distintas a la nuestra, cuando éstas son observadas al margen de los complejos procesos históricos-sociales que, en gran medida, las han determinado. Así, examinados estos pueblos fuera de sus determinantes históricas, no le era difícil al autor generar actitudes que le hicieran tropezar con situaciones hostiles y no siempre hóspitas, hacia un extranjero interesado en poner a prueba los rasgos distintivos de la naturaleza humana, de un conjunto de gentes, para quienes las relaciones con blancos y criollos no era una simple reminiscencia folklórica, pues éstas estaban mediadas por el impacto de masacres, esclavitud, evangelización y epidemias, que implicaron el largo proceso de explotación y etnogenocidio iniciado con la conquista y colonización.

A diferencia de Wallace, Humbold, Bonpland, Codazzi, Stradelli, Crevaux, y Chaffanjon, por citar algunos naturalistas que le precedieron, la exploración de Vráz por nuestra tierras, debió enfrentarse a la falta de recursos humanos, pues luego de la hecatombe sufrida con el impacto colonizador, estas regiones fueron devastadas por las luchas independentista . A esto se sumó, la vorágine de traficantes y explotadores del caucho y otras materias primas, para quienes los planteamientos ideológicos  del buen salvaje no tenían ningún sentido.

A la sombra del buen salvaje se perfiló el genocidio de América indígena. Ante una realidad tan cruenta y dolorosa, era fácil prever dificultades. Además de la violencia, los cambios radicales introducidos en las formas de vida de estos pueblos predestinaban, desde ya, su muerte física y cultural. La historia  arrastró como una ola muchas formas originales de organización social y el mundo material y espiritual de estos hombres supuestamente no históricos.

Por tal razón, no podemos pasar por alto las interpretaciones de Vráz, sobre algunas formas de vida, costumbres y pensamientos indígena, en ciertos casos contradictorias, que hacen diluir la justeza deseada de su “mirada eslava”.

No dudamos que muchos de sus juicios fueron medidos por las ideas dominantes de su tiempo, pues es apenas en 1877 cuando aparece la obra  de Morgan Ancient Society, acontecimiento memorable que de curso al nacimiento de la Antropología. Sin embargo, para ese momento y, a pesar de los aportes de esta disciplina naciente, cuyo objetivo fundamental era elaborar un discurso sobre el hombre y su cultura, todo pueblo no industrializado era claramente salvaje. Fue preciso mucho tiempo para que la antropología restaurara esa otra humanidad, otorgando al indígena el estatuto de persona.

Vráz tiene un concepto personal del hombre natural; desde su punto de vista critica la ingenuidad de las ideas de los discípulos de Rousseau, cuando afirman que “las personas que viven en la primera etapa del desarrollo inferior, no contaminados por la supercultura, las personas así llamadas naturales, deben ser felices y buenas”.

Para él estas nostalgias son mera utopía. Según su criterio, “El apático espíritu indígena, alimentado por pasiones bajas y físicamente adaptado a las más elementales exigencias de la vida”, en un “medio que fácilmente mantiene al individuo” su existencia es “fácil y tranquila”. Sin embargo, “de todas las pasiones que jamás hubiesen latido en el corazón humano – desde Calígula hasta los diurnistas(..) – hay una chispa, quizás insignificante que arde en todo salvaje”.

Vráz explica: “el término “salvaje”es muy elástico, ya que denominamos con éste a las personas sienten como extrañas y vanas nuestras necesidades culturales, que piensan y crean de otra forma, que necesitan de otras cosas para su vida” y posteriormente aclara al lector que “no entienda bajo la denominación de “salvaje” una persona ruda, bruta y cruel, sino un hombre aborigen, cuya sangre y costumbres tienen raíces en las zonas que estoy descubriendo”.

El carácter prelógico del pensamiento “salvaje” fue una formulación clave en la justificación intelectual del colonialismo y como señalamos, la Antropología debió esperar mucho tiempo para abandonar la idea de un hombre primitivo, bestial, feroz, sanguinario, agresivo y obsceno. Testimonio del estado simiesco, de acuerdo a la escalada evolutiva de Darwin. Estos hombres, por supuesto, debían ser colonizados sin problemas de conciencia.

De todas las etnias que encontró en su viaje por nuestro territorio los guahibo le parecieron, “inferiores en comparación a otros salvajes”. Ellos “son un prototipo (casi) del salvaje original: son crueles, sucios de cuerpo y de alma, voraces como animales”.

Advierte el autor a todos aquellos “ridículos” que aborrecen la “ética” occidental a la “vergüenza artificialmente cultivada” con la que “cubrimos el fango de la vida humana y las leyes naturales”. A los que en Europa, “reclaman la vuelta hacia la vida llamada natural”, seguramente “se curarían rápido pasando un breve tiempo entre salvajes de tipo guahibo”. 

Aquí creemos conveniente detenernos un poco y explicar los acontecimientos que determinaron la cruenta historia socio-cultural de la etnia guahibo o más exactamente Hiwi, nombre con el que se autodenominan y que significa “gente” o, más precisamente, Wayapopihíwi, lo que quiere decir, gente de la sabana.

De acuerdo con su lengua y formas de subsistencia, los guahibos han sido denominados chiricua, cuiba y sicuani. Los términos guahibo y cuiba, han sido utilizados en forma despectiva por la población criolla; con el primero de estos gentilicios se refieren a agricultores sedentarios y con el segundo denominan a los cazadores nómadas.

Su territorio fue habitado en el pasado por diversas etnias que desaparecieron o fueron absorbidas, quizás por los mismos guahibo ancestrales, quienes antes de la llegada de los españoles se destacaron por el mantenimiento de una extensa red de comercio que encadenó gentes y culturas. Esta red fue posteriormente utilizada por conquistadores y colonizadores como medio de esclavización y aniquilamiento indígena.

La familia a la que pertenece su lengua no ha sido establecida con certeza. Algunos especialista la consideran como una familia independiente. Tal es el caso de Briton (1981), Chamberlain (1913), Mason (1950), McQuown (1855), Reiche-Dolmatoff (1959) y Tovar (1961). Otros autores sitúan al guahibo dentro del filum Macro-Arauco. Greemberg (1960) la coloca como una rama de la familia Guahibo-Pamigua, dentro del tronco ecuatorial del filum Ecuatorial-Andino. Sin embargo, al mayoría de las clasificaciones modernas – Tax (1960), Ortiz (1965), Voegelin (1965) y Loukotka (1968) – incluyen el Guahibo entre las lenguas Arawak(2).

Los actuales guahibos afirman que, cada grupo posee características lingüísticas sumamente complejas, sobre todo, si se tiene en cuenta que, al Guahibo, como familia lingüística, pertenecen cuatro lenguas diferentes: el sicuani, hitnu, cuiba y guayabero, además de una serie de variantes dialectales no muy bien clasificadas todavía(3) y en realidad, no existe acuerdo respecto a su orden y rango. Sin embargo, se han podido identificar algunos subgrupos como los Awirimomowi o  Bólamomowi, gente del perro, los Báxumomowi o Duháimomowi, gente de pez Baxu; los Hamuramomowi o Ainawimomowi, gente del pez Hamarúa; los Huramomowi, gente del periquito, los Kabalémomowi, gente del pez Kalabé; los Káwirimomowi, gente del Kawiri, personaje mítico antropófago, los Mahámomowi, gente del loro grande; los Metsáhamomowi, gente de la danta; los New íthi momowi, gente del jaguar; y los Okorómomowi, gente del cachicamo.

Las primeras noticias que se tienen de lso guahibos son de Alonso de Herrera en 1533; posteriormente, en 1538, la expedición de Nicolás de Federmann los encontró en las cercanías del río Meta. De ese tiempo acá ya eran descritos como terribles asaltantes nómadas. Las crónicas de los siglos XVII y XVIII los señalan como cazadores y recolectores nómadas, belicosos en extremo, asaltantes de misiones y poblados sedentarios. Los jesuitas los señalan como demasiado “inconstante” para retenerlos en las misiones.

Viajeros, misioneros, explotadores de materias primas, se refirieron a ellos siempre de forma agresiva, calificándolos de “salvajes” y “violentos”. Por otro lado, en la literatura y mitología indígena, viajeros, misioneros, ganaderos, militares y agentes del gobierno, eran calificados como seres malignos, hombres cubiertos de pelo, caníbales que comían hombres, mujeres y niños. ¿En realidad de qué lado estaban los violentos?(4)

Los Documentos etnohistóricos dan cuenta de la desarticulación de las culturas indígenas de los Llanos como consecuencia del proceso de conquista y colonización. Proceso en el cual, pueblos enteros fueron destruidos y sus indios esclavizados. Acaso alguien puede ignorar que en esta región se ha practicado desde siempre la “cuibiada” o “guahibiada”, es decir, la caza a punta de tiros de guahibos. A un punto tal, que los verbos “cuibiar” y “guahibiar”, vergonzosamente entraron a formar parte del español hablado en la región fronteriza de los Llanos de Colombia y Venezuela. Verbos que expresan la práctica corriente de genocidio indígena en esa región, la cual desde el siglo pasado se intensificó como consecuencia de los nuevos procesos de colonización.(5)

Dentro de un panorama como este, no sorprende que durante la navegación de Vráz por el Orinoco medio, al acercarse a la “Praga” una balsa “sospechosa”, ante la “inevitable necesidad de autodefensa” se llenaran de pánico él y sus “barqueros” y respondieran con fuego, recurriendo a la “ultima ratio” de hombre blanco, “mejor armado que los indígenas quienes, mal armados, gozaban de la ventaja de usar trampas y asaltos alevosos”. El autor relata,  “Ya tras mi segundo disparo casi todos los salvajes, parados o sentados en las balsas, cayeron como muertos, escondiéndose ante nuestras balas, las cuales no creían que fueran nada más una advertencia al aire”. Tampoco sorprende la desconfianza o negativa de los indígenas hacia cualquier petición del viajero, por buenas que fueran sus intenciones.

A pesar de las vicisitudes históricas de los últimos cuatrocientos años, los guahibo han desarrollado estrategias que les han permitido vivir y crecer en número, a diferencia de otras comunidades de cultivadores de la misma región, como los achagua y los sálivas, quienes desaparecieron totalmente, diezmados y absorbidos, tanto por los guahibo, como por la población mestiza llanera. Sin embargo, a pesar de estos procesos adaptativos, les ha sido muy difícil conservar sus territorios, pues la violencia de ganaderos, nuevos hacendados y colonos, arremete, no sólo, contra la vegetación, sino también, contra la vida misma.

Al hablar de la historia asombrosa de los indígenas de los Llanos, de sus complicadas relaciones comerciales, culturales y sociales y de los procesos de adaptación, que los han llevado a ser desde  nómadas cazadores-recolectores o cultivadores estacionales seminómadas, hasta agricultores sedentarios de sabana y bosques de galería, no debemos pensar que el tiempo de las matanzas en contra de los guahibo es cosa del pasado.

El genocidio ha continuado, de esto dan cuenta los ocurridos en julio de 1966 en Arauca, Colombia; la matanza del hato La Rubiera el 27 de diciembre de 1967, cuando ocho criollos venezolanos del Arauca asesinaron a dieciséis hombres, mujeres y niños cuiba, a lo sucedido en 1970 en la localidad de San Rafael de Planas (región oriental del Vichada colombiano), cuando sus habitantes indígenas debieron huir del territorio tribal, luego de haber sido torturados y diezmados por ganaderos criollos.

Dejando de lado, por el momento, los problemas que ha implicado la cuestión étnica guahiba. No es que pretendamos negar que los aportes de los grandes viajeros por las regiones ecuatoriales, son y siguen siendo una reserva inagotable de información botánica, zoológica, etnográfica, sociológica, geográfica e histórica. Sólo queremos señalar ciertas subjetividades que subyacen en el trasfondo de la mentalidad de un momento en el que se justificó la ocupación de suelos extranjeros, al abrigo de la política y la religión.

Vistos a través de una mirada inferior, la verdadera imagen de los hombres de estas latitudes quedó atrapada detrás del espejo narcisista de la cultura occidental, legitimadora de una forma única de ser, consagrada en escritos que referían la extensa cadena de falsos conceptos sobre el salvaje, el primitivo. Así, a lo indígena se le adjudicó una ubicación, un sitio, que no fue otra cosa sino un espacio de control.

Envueltos en el perfume exótico de la embriaguez tropical, entre el canto abigarrado de las aves multicolores, viajeros, naturalista, etnógrafos y arqueólogos aficionados, recolectaron las grandes colecciones de los museos que mostraron, de los hombres de estas latitudes, como un gran inventario de unidades fragmentadas.

La tiranía de la razón presentó una visión descriptiva, exterior a la compleja cosmovisión que sustentaba un mundo donde lo real y lo imaginario se relacionaban sin frenos ni barreras, dentro de una  voluptuosidad inacabable. Este episodio de exterioridad nos alejó incluso de nosotros mismos, pues ya  casi no podemos reconocernos en esa identidad, en ese mundo indígena colocado en los intersticios de la vida occidental.

En el espacio de lo vivido encontramos en Vráz, siempre una distancia y una contradicción. Es la visión de un territorio forjada en una aventura personal escindida. Un desgarramiento en el que por un lado hay un sincero deseo de objetividad y, por el otro, la amargura de sus juicios subjetivos. A veces logra escapar, salir de sí mismo, del etnocentrismo de su momento histórico, para encontrar las riquezas que se esconden detrás de las diferencias culturales.

América Ecuatorial se torna así, en una extraordinaria fábrica de sueños y de pesadillas. La idea de la muerte y la enfermedad presagian permanentemente la finitud de su viaje fantástico, en el que topó con muchos otros pueblos y culturas distintas a la de los “salvajes guahibo”. Las cuales en el momento que le tocó vivir, estaban, quizás, menos golpeadas por el “proceso civilizatorio”.

Atrapado por la fascinación que en él ejercía este mundo fantástico, a veces logró liberarse de las mediaciones intelectuales que lo distanciaban del universo indígena. Quizás, el inesperado encuentro con la india Manuela “Una mujer admirable(..) Una amazona de verdad”, quién “Sabia remar, manejar el cuchillo y el arco como cualquier hombre”, o la suave calidez de una joven piaroa de ojos “chispeantes y profundos”, cuya larga melena envolvía esos hombros bronceados, le permitió derretir la frialdad de sus conceptos científicos, enseñándole un comportamiento que debía ser aprehendido en el cuadro amplio de las relaciones habituales.

A pesar de sus observaciones subjetivas y a las diferencias de su temperamento, no podemos negar que hay en Vráz, un etnógrafo con un interés cierto por las culturas étnicas. Su relato nos habla de un observador cuidadoso, preocupado por recoger hasta los más mínimos datos que conforman su experiencia. Esto se advierte cuando participa activamente, a la par de sus ayudantes, en toda actividad, lo que le permitió el examen directo, indispensable para describir en detalle modos de vida distintos, en todo, al suyo.

Obsesionado por superar el obstáculo que implicaban las complejas lenguas indígenas, con todas las irregularidades propias de los idiomas carentes de escritura, se esforzó por aprenderlas. Observó como la Yavitano y la Baniva eran “melodiosas, expresivas y ricas”. De ellas recopiló formas gramaticales usuales y algunos vocabularios. Su llamado “pequeño diccionario” guahibo, lo realizó en forma tal, que pudiera ser leído desde la pronunciación checa.

Vráz hace una completa descripción etnobotánica y etnozoológica. Fija su atención en la recolección de productos naturales aprovechados por lo s indígenas, haciendo un minucioso inventario de todo lo que sirve al individuo. Le ayuda el saber que tienen los indígenas de su entorno natural. Ellos conocen perfectamente cómo utilizar todas las materias que brinda la naturaleza, cuáles deben ser comidas o bebidas; además, son sabios observadores de las costumbres animales.

Poniendo en práctica  una observación diaria y atenta, que el contacto con los indígenas hacía más fácil, fue testigo de una infinidad de hechos que de otra forma no son visibles y, menos aún, inteligibles. Al examinar las formas de subsistencia, observa la vida de los cazadores, sus armas empleadas, tipos de trampas y aspectos mágico-religiosos asociados a la cacería. Tal es el caso de algunos rituales de cacería practicados por los guahibo y el uso de la “pusana” o “pucana, planta mágica utilizada como amuleto. De la pesca destaca sus técnicas, las cuales varían de acuerdo al grupo, tipos de especies perseguidas, venenos,  trampas, lanzas arponadas y dagas de madera.

Lo vemos maravillarse ante el prodigio del uso y confección de las largas cerbatanas que lo llevará a expresar: “Qué admirable es la naturaleza en todo lo que genera y qué bien el hombre a un nivel técnico bajísimo, comparado con el nuestro, ha sabido aprovechar todas sus obras maestras”. Explica, además, la confección, materiales y enmangado de las puntas de lanza y flechas, así como los métodos empleados para que estas puntas se quiebren cuando penetran el cuerpo del animal y de esta manera hacer más efectivos los venenos.

Impresionado por la química transmutación de las substancias vegetales, va describiendo, hasta en los detalles más simples, la elaboración, uso y efectos de venenos tales como el barbasco y el curare. Sobre esto expresa “Es realmente sorprendente y misterioso ver cómo las propiedades ocultas de algunas plantas, para el aprovechamiento de las cuales se requiere de operaciones químicas complejas y cuyo efecto venenoso en el-caso que se analiza aquí-se manifiesta únicamente al penetrar en la sangre (...) hayan sido explotadas ya por el hombre primitivo”.

De los agricultores toma en consideración, las técnicas rudimentarias de limpieza y preparación de los “conucos”, el tipo de siembra y plantas cultivadas más frecuentes. Asimismo, destaca la división de las tareas de acuerdo con el sexo. Señala como trabajos exclusivos de los hombres: la caza, pesca, limpieza de los “conucos” y, la fabricación de casas comunales o “churuatas”, armas, adornos corporales y canoas. A las mujeres les corresponde: la siembra y mantenimiento de los conucos, recolección de las cosechas y otros frutos silvestre que deben acarrear hasta los sitios de habitación. Además, señala, que concierne a ellas, todos los trabajos que tienen que ver con la preparación de los alimentos y cuidados de los niños. Vráz fija su atención y critica la desigual repartición de las tareas. A propósito del trabajo de las mujeres dice: “Siempre van cargadas, mientras que los hombres llevan sólo armas  y otras pequeñeces, así que la subyugación de la mujer salvaje ofende a los viajeros”.

El autor completa una amplia observación de los métodos de preparación y consumo de alimentos, lo cual exige una constante atención, pues ellos guardan relación con períodos de siembra  y cosechas favorables; además, hay que tomar en cuenta que las costumbres alimentarías varían con cada etnia.

Advierte cuidadosamente todos los procedimientos necesarios para obtener el cazabe, desde el pelado de los tubérculos de yuca amarga, hasta el rallado y prensado de la pulpa para extraer su jugo tóxico. Al tiempo, va estudiando minuciosamente los objetos necesarios para su elaboración, tales como, forma del cuchillo o machete. Sobre los curiosos ralladores de yuca describe aspecto, materiales, y técnicas de manufactura. Al referirse al sebucán observa: “se teje de forma parecida a los cestitos de papel recortados; unos bajos, chatos, anchos y voluminosos; otros largos, prolongados, estrechos, con forma de media”. Vráz describe todo, incluso el manare en donde se tamiza la masa, los budares de hierro o arcilla, el método de cocción, precisa la colocación de los fogones y la forma cómo se “vira la tortilla para asarla por el reverso; maniobra que requiere mucha habilidad”.

Critica el gusto de los indígenas por las bebidas embriagantes y se refiere en detalle a los aspectos festivos o rituales con los que éstas guardan relación. Asimismo, señala los métodos de fermentación del “yaraque” , y como “La saliva humana participa en al reacción como la fuente fermentante”. De las bebidas alimentarías no embriagantes destaca la “yucuta”, hecha con cazabe o harina de mañoco y agua, y las provenientes de los frutos de las palmas de seje y moriche. Destaca el uso de condimentos fuertes y picantes, además de la confección de una especie de sal, a partir de las cenizas de distintas palmas.
El estudio de las bebidas embriagantes lo conduce inevitablemente a tomar en cuenta las facetas mágico-religioso que lo conectan, finalmente, al estudio de narcóticos e intoxicantes. De los que se mastican destaca el uso de tabaco y del capi. De los inhalantes describe con sumo cuidado la elaboración y efectos del “yopo”, así como lo que él llama un “aparato practico y deleitoso a la vez”, formado por dos plumas o huesos en forma de “V”, cortadas en la parte inferior y pegadas con “balatá”, utilizado para aspirar la dosis necesaria.

Vráz contempla todos los aspectos de la cultura material indígena. Examina el hábitat, tipos y destino de las construcciones. Desde los poblados puinave, o las hermosas “churuatas” Ye’kuana (maquiritare) “grandes, hermosas, redondas y, muchas veces construidas sobre palos”, hasta sencillas viviendas guahibo, en las que se duerme una sola noche.

La vivienda caracteriza al grupo étnico. Su sentido simbólico y cósmico propone modalidades formales que cambian con la localidad e incluso con el individuo. Por otra parte, la casa evidencia una conexión profunda con la naturaleza, no sólo por el conocimiento y uso de diversos materiales y técnicas de construcción, sino también, porque ella propone una manera particular de organizar el espacio.

Nuestro autor fijan su atención en todos los objetos y pertenencias individuales que forman parte de la vida cotidiana, destacando las bellas hamacas realizadas con el fino hilo de curagua, tejidas en sencillos telares por las manos laboriosas de mujeres yavitano y baniva, quienes las adornaban con las plumas coloridas de papagayo y tucanes. Al respecto, relata una minuciosa e interesante anécdota sobre su manera de “negociar” dichas hamacas con los indígenas.

Sobre los recipientes vegetales hechos con los frutos del taparo y totumo, que se recogen en su forma natural o se atan artificialmente, deformándolos mientras crecen de acuerdo a la necesidad y, con los que se fabrican tazas, platos, cucharas, botellas y otros utensilios domésticos, observa, contrariamente a lo que él mismo ha criticado, la felicidad de estos hombres, en cuyos fértiles territorios, la ropa, los instrumentos y utensilios crecen en los árboles.

La alfarería y la cestería que más le impresionan es la realizada por los ye’kuana (maquiritare), de quienes obtuvo muchos objetos etnográficos. Esta alfarería, decorada con diseños en rojo y negro, era realizada fundamentalmente por las mujeres quienes “las elaboraban a mano sin utilizar matriz”. Sobre la cestería observa: “Nunca he visto entre los llamados “salvajes”, mejores y más perfectos trabajos que los cestos, petacas, estuches fundas, “sebucanes” y pequeños petates maquiritares, producidos de pedúnculos de palma coloreados corrientemente de amarillo, rojo, y negro (..) los diseños que utilizan para adornar sus objetos son de líneas armónicas; su repetición, común para todos los pueblos de cultura, complacen al ojo humano”.


Una mirada fotográfica lo lleva al descubrimiento súbito de los rasgos de una fisonomía indígena característica. Sobre los guahibo dice: “Son personas de estatura robusta, abultados de carne, así que parecen gordos; son más oscuros que los piaroas, de color chocolate oscuro hasta negro. La cara la tienen ancha, el cráneo y la nariz más chatos que los caribes, no tienen barba. Sus dientes son limpios y blancos; la cara tiene expresión apática y astuta. Los ojos no son grandes, de color negro, apagados; el pelo cortado a la caribe en la frente, atrás un palmo de largo, aproximadamente”. Comparado entre los guahibo, piapoco, puinabe y otras etnias que vio en nuestro territorio, los yabitano le resultaron de apariencia más “agradable, afable e inteligente”.

Observa la belleza femenina y explica: “entre los indios sudamericanos puros, es posible ver, aunque no muy frecuentemente, algunas representantes que corresponden en parte a nuestros criterios de lo que es belleza”. Sin embargo, “Las formas redondas, exuberantes y blandas se marchitan  rápidamente, la piel se arruga y los senos que muchas veces amamantan a sus hijos hasta los tres o cuatro años de edad, se deforman rápidamente. La figura se joroba por cargar siempre los hijos  y los alimentos u otros utensilios”.

De la estética del cuerpo destaca todos los aspectos  que conciernen al vestido, la pintura corporal y la riqueza extraordinaria del adorno, collares, brazaletes  y coronas de plumas multicolores. El adorno suele revelarnos no sólo una manera de sentir el propio cuerpo y su relación con el mundo que habita, sino que, además, nos informa sobre las formas del gusto y, sobre todo, habla de las creencias mágico religiosas de una comunidad. El ornato vincula al hombre con su grupo social y al tiempo ejerce una influencia en el portador, quien suele inspirar respeto y dignidad.

El autor distingue los vestidos de fiesta de los utilizados en la vida diaria como guayucos, cintas hechas con cabello humano y marimas; sobre estas ultimas, señala: “el indio en las selvas sudamericanas se sirve de tela necesaria  que le brinda la naturaleza”. Explica el autor, que “estas telas crecen en los árboles, ellas se consiguen triturando pulpa fina o líber del árbol Lecythis con una daga, luego se lava y se obtiene una tela de aspecto ondulado, bastante gruesa pero ligera, de color carmelitarojo oscuro o carmelita, que llaman “marima”. Las mujeres colocan esta tela alrededor de la parte inferior de su cuerpo, como “surrogat” de una saya; los hombres la utilizan como capa, como colcha, o , haciendo  un hueco en el centro de la marima rectangular, como ropa exterior”.

Otras prendas de vestir que llamaron poderosamente su atención, en tanto que demuestra el buen gusto y armonía  de las mujeres maquiritares, son los “gauyucos”, que elaboran ensartando pequeños abalorios de diferentes colores sobre un hilo”. Aunque, el autor, no se detiene en una explicación minuciosa de las técnicas textiles, nos ofrece una importante documentación sobre la procedencia de estas cuentas de cristal, las cuales, incluso hoy en día, sigue siendo de gran valor estético para muchas de nuestras comunidades indígenas.

A propósito comenta: “Los pobres del Norte de Bohemia, se ganan la vida fabricando productos de vidrio de fantasía para los fabricantes alemanes, que los exportan a países transoceánicos y pueblos exóticos (muchas “falsas” perlas, abalorios y pendientes de cristal se exportan también al Sur de Europa, sobre todo a España y a Italia). Nadie sabe cuáles serán los dedos, negros o carmelitas, que ensartarán estos abalorios que muestran la laboriosidad y diligencias checas”.

Vráz admira las cualidades estéticas de estos “guayucos” tejidos en pedrería y, la habilidad con la que las mujeres ye’kuana (maquiritare), ensartan miles y miles de perlitas sobre un fino hilo de algodón o fibras de palma. Observa que: “cada muchacha se empeña en ensartar un delantal  de mayor colorido, más “moderno”, más coqueto que el que tienen las demás, aprovechándose de nuevas agrupaciones decolores. Este delantal que es todo lo que visten las muchachas y mujeres casadas es, al mismo tiempo, su mayor adorno u orgullo. Los colores blanco, negro, rojo y azul gustan más. Los colores verde y amarillo no los utilizan. En general esos colores no son preferidos por lo indios. La estética indígena requiere colores básicos y vivos”.

La pintura del cuerpo es práctica común en las sociedades indígenas. Esta cumple una importante función social y se vincula, tanto a concepto estéticos, como acreencias religiosas. Ella está relacionada con los eventos sagrados y profanos más importantes de la vida del individuo, como son: nacimiento, muerte, iniciación, matrimonio, enfermedad, guerra, culto a los muertos, viudez, ritos de fertilidad y también a la fiesta. Por otra parte, el uso del color tiene un importante valor simbólico, que depende fundamentalmente de las convenciones culturales.

Al respecto, el autor observa a los guahibo pintarse el cuerpo de color rojo “onoto” o con una resina  amarillenta del árbol “caraña”. Agrega además: “Algunos tenían aplicado el color azul y el negro. Se trataba de varias líneas trasversales en el pecho, el vientre, en la espalda y líneas circulares en los brazos”. Sobre los métodos de aplicación del color, advierte: “Los jóvenes guahibos unianos se aplican diariamente, por lo menos, el rojo en la cara. Para este propósito tienen un pequeño recipiente con el color rojo, un pequeño espejo (de procedencia europea) y un palito con el que se pintan los diseños de la cara”.

Reseña toda la variedad de collares confeccionados por los guahibos. Algunos son hechos “con pequeñas perlas de cristal negro”, otros con semillas de la más diversa índole. Describe, además, las pulseras tejidas con fibra de palma, que se aplican en brazos y piernas. De los adornos piaroa dice: “las mujeres llevan varios collares de habas pequeñas y desconocidas, los hombres (..) quizás, únicamente el cacique lleva un collar de dientes de mono hecho con bastante torpeza”. Destaca, también, el uso de orejeras confeccionadas con pedazos de junco o plumas.

Los adornos plumarios consisten, fundamental, en coronas tejidas sobre las cuales se colocaban plumas de colores. Vráz describe con detalles, distintos tipos de coronas de plumas, desde las lujosas yabitanas, hechas con plumas de garza, tucán y guacamaya, hasta los “sencillos” adornos guahibo hechos con cintas tejidas y adornadas con plumas y garras de tigre. Advierte que, estas ultimas, sólo son utilizadas por los hombres más importantes de la tribu como el cacique y el brujo.

Entre los objetos de arte plumario reseñado por el autor, quizás el más interesante, por su belleza formal, además de ser extraordinario raro en colecciones etnográficas, es un adorno ritual ye’kuana (maquiritare), llamado “ansa”. Según su descripción, “El bonito adorno, que se lleva en el pecho, está hecho con pedazo de madera ligera que tiene la forma de un pájaro: la cabeza y las dos alas extendidas, así como lo suelen pintar muchos indios. Con el color rojo llamado “onoto” se pinta la madera y se cubre  con varios diseños. En la “cabeza” del pájaro están amarradas varias plumas de tucán; por un lado está colgando un ejemplar de macho rupícola, por otro lado, otro”

Vráz destaca  el carácter festivo y ritual de muchos de estos objetos. Cuando visitó Uniana, señala, era una época apropiada para hacer  estudios folklóricos e inapropiada para encontrar tripulación, pues los indígenas estaban de fiesta, lo cual se advertía en los adornos y en la abundancia de comidas bebidas fermentadas.

Explica que para la realización de las fiestas, los guahibos invitan amigos y parientes que viven en lugares distantes. En el poblado anfitrión, se preparan grandes cantidades de “yaraque”. Los invitados “llevan consigo víveres, coronas, adornos, hamacas, y colorantes envueltos en hojas impermeables” Observa que en estas fiestas todos bailan: hombres mujeres. Además, hay una serie de bailes que están “relacionados con animales, donde se les imita, que son llevados a cabo sólo por hombres, o donde intervienen mujeres únicamente al finalizar la danza”. Entre las danzas de los yabitanos , destaca el “dabacuri” (danza de los peces), el “cahvur” (danza de los loros) y la danza del mono aullador.

De los instrumentos musicales utilizados en los bailes, llaman su atención los materiales , manufactura y decoración de tambores, maracas, flautas y “carrisos”, que semejan a la clásica flauta de Pan. Describe, además, otros instrumentos de carácter ritual como la trompeta sagrada o “botuto”, que por su tono lleno y bajo, le recuerda al fagot y algunas flautas como la “yapurura” y “sicota”. De acuerdo con el autor, estos instrumentos de viento “tienen diferentes aficiones dadas por la longitud, anchura y posición de la tapa ajustada encima de un hueco lateral que se encuentra debajo de al boquilla, como en las flautas corrientes o más abajo”.

Toma notas sobre un “extraordinario instrumento musical de los guahibos que es un tronco de madera, aproximadamente de un metro de alto, muy sonoro”, posiblemente, parecido al “vanabori” yabitano, formado por un “madero que se hace sonar con un mazo como cualquier tambor”. Examinan la decoración  de los instrumentos musicdales  y explica : “Todos se pintan de color amarillo, rojo de Orellana y con tiza; las formas de los diseños son diferentes, desde puntitos hasta grandes líneas de adorno. Luego se aplican finas plumitas de cigüeñas, de grandes garzas, y se cuelgan a los instrumentos fibras sedosas de curagua (..) y cadenitas de plumitas de garza, de papagayos y de tucanes, ligadas con fibras”.

Apunta, en le texto, las notas musicales de una melodía yabitano  y señala como: “Sus tonos meditativos acompañaron mi alma por el resto de mi viaje; incluso hoy en día, en le murmullo europeo, espontáneamente empiezo a silbar alguna de las melodías indígenas”.

Las fiestas indígenas, generalmente, tiene un carácter ritual, y están basadas en creencias mágico religiosas. El autor describe con detalles algunas ideas relativas a la muerte. “los guahibos creen en la vida eterna”, dice: “Se la imaginan como una prolongación de la vida terrenal mejorada y perfeccionada, naturalmente, con mayores delicias, en la que tendrán más fuerza para todo y juventud eterna.
Las mejores comidas y bebidas existiran siempre en abudancia; el ñopo, tabaco y tereque serán de mejor calidad que en la vida terrenal”. Destaca la relación entre creencias y prohibiciones alimentarías. Advierte: los piaroa no deben comer la carne del tapir, pues consideran que “el alma de los fallecidos adultos encarna  en el cuerpo del tapir”. Para  los indígenas, repara, la muerte no es un hecho natural, ella tiene su causa fundamental en le poder nefasto de la brujería ejercida por algún enemigo.

Sobre las prácticas funerarias detalla la manera cómo cada grupo “entierra” a sus muertos. Los piaroa lo hacen, entre cestas tejidas llamadas “catumares”, las cuales colocan en cuevas o lajas saliente de las montañas. Algunos guahibo, dejan  a sus muertos en le “bu” o casa en donde ha fallecido. Esta se “cubre, adorna, y junto con sus armas se entierra en su propia choza”. A lo chamanes y caciques, los dejan cerca  de las cataratas, luego de ser “desecados”. Los piapoco, suelen enterrar a su muerto en la casa, a tal efecto señala: “En el interior se excava un hueco de un metro y medio de profundidad dentro del cual  le colocan junto con sus armas y plumas. Debajo del cuerpo se colocan un pedazo de tabla de barco para que no entre en contacto con la tierra. A un lado del pozo se reúnen los hombres, del otro lado las mujeres. Todos cantan una melodía llorona sobre la pérdida del luchador (..) “Imaca camuahi. Ieta camuita”, lo que significa: “Me abandonó mi hermano”.

El autor transcribe con extraordinaria fidelidad los detalles de su participación en una ceremonia funeraria guahibo, resultando una práctica funeraria común entre nuestros indígenas del período prehispánico , como es, el entierro secundario. Además, observa con acierto, la presencia de petroglifos en rocas cercanas a cementerios indígenas, evidenciando el carácter sagrado que, para los indígenas, revisten estos sitios.

Advierte practicas shamánicas de interés etnográfico y que forman parte del mundo mágico-religioso indígena, entre ellas las sesiones curativas, resultando sus procedimientos, gestualidad y uso del tabaco y la maraca como principales herramientas. De lo cual, destaca la enorme confianza que el indígena deposita en sus “shamanes”, cuya principal tarea es la de dar cuidado y protección a su grupo, en contra de las malas influencias, lo que hace de él “una persona temible y buscada diariamente”.

El shamán o brujo, como lo llaman, es le hombre más importante del grupo, después del cacique. Vráz describe formas elementales de organización social indígena, acumulando un minucioso catálogo en el que contempla casi todos los aspectos de la vida: parto, puerperio masculino, filicidio de uno de los gemelos, lactancia, ritos de paso de los jóvenes de ambos sexos  a la edad adulta, rituales prematrimoniales como la flagelación de los jóvenes baniva, ceremonia matrimonial, espacios íntimos, dote, normas de moralidad y viudez. Nada escapa al ojo escrutador de este autor cuyo relato de viaje constituye también un extraordinario manual de etnografía.

Desde nuestro punto de vista, la obra de Vráz constituye un trabajo singular y bien documentado sobre las múltiples facetas de al vida cotidiana indígena. Movido por su interés científico también por su gran sensibilidad, el autor se interna en estos territorios, a fines de buscar y llevar a su país de origen la descripción lo mas detallada posible, de una fauna y flora poco familiar; además, se interesa por captar el aspecto vivo de los pueblos y de los seres evocados, cuyas costumbres exóticas  lo llevaran a reflexionar sobre un hecho cierto, y es que “De todos los fenómenos de la naturaleza el más enigmático  es el propio ser humano”.

Lelia Delgado R.

Caracas,1992 

  1. AUZIAS, Jean-Marie.
La Antropología Contemporánea.
Monte Ávila Editores. 1977. Caracas. P. 111.

  1. METZGER, D.J. y MOREY, R.
En los aborígenes de Venezuela.
La Salle. 1983. Caracas. P.134.

  1. FRIEDEMANN, N.S y AROCHA, J.
Herederos del Jaguar y la Anaconda.
Valencia Editores. 1985. Bogotá. P.97

  1. Op. cit. p.81

5        Ibid. p.81


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