FORMAS DEL INICIO. APROXIMACIONES A
LA PINTURA RUPESTRE EN VENEZUELA.
Por Lelia Delgado.
Caracas 1992
Toda la noche ha llovido sobre la tierra calcinada por el sol y el polvo, entre las grietas de las rocas se cuelan finos hilos de agua, que brillan con los primeros rayos solares, iluminando apenas las oscuras oquedades.
Sobre las paredes de estas moles de piedra, altas como catedrales, o en los techos accidentados de las estancias rocosas, antiguos habitantes de nuestro territorio dejaron pintadas imágenes fugaces, que dan cuenta de las complejidades y sutilezas de su cultura. Borroso testimonio de una existencia que no es posible observar tan sólo al ras de la vida cotidiana, pues ella era el reflejo de la complicada urdimbre de un mundo simbólico en el que hombres, animales y plantas intercambiaban vida, sin limitación ni diferencia.
Arte rupestre es el término con el cual se identifican los grabados o pinturas hechos sobre las rocas en tiempos pasados. Esta práctica tuvo sus inicios en Europa, hace unos 40.000 años y, desde hace unos 36.000, parece haber comenzado a desarrollarse en Brasil para continuar su expansión hacia los Andes peruanos. En miles de años, algunas de estas culturas se desplazaron a lo largo de la gran cuenca fluvial amazónica, portando consigo muchas de sus imágenes ancestrales, que estaban íntimamente articuladas con sus mitos, entorno natural y actividades vitales y existenciales. Hasta el momento, los descubrimientos de pintura rupestre en Venezuela, han sido escasos y la información de tales hallazgos, parcial y fragmentaria, ha sido conocida sólo por un pequeño círculo de especialistas, arqueólogos y espeleólogos.
La carencia de información ha tenido muchas razones: dificultades en el acceso a los yacimientos, problemas en el relevo arqueológico y ausencia total de recursos económicos. Además, una mala tradición nos habituó a pensar que nuestras sociedades antiguas, no eran dignas de mención o estudio. Este prejuicio, ampliamente compartido y difundido, negó toda posibilidad de recuperar la memoria de los pueblos indígenas que habitaron este territorio en el pasado, ya que, desde este punto de vista, nuestros pueblos aborígenes habrían sido solamente bandas nómadas de cazadores y recolectores sin ningún tipo de vida estética. Sin embargo, a la luz de nuevos descubrimientos arqueológicos, sabemos que estos pueblos no sólo poseían una cultura que respondía perfectamente ante los problemas que planteaba su propia subsistencia, sino que pudieron expresar otras consideraciones sensibles de vivir, tal como queda demostrado en la existencia de prácticas estéticas de cierta complejidad, las cuales se imbricaron con el mundo mágico-religioso, para explicar la condición humana enfrentada a un medio natural no siempre amable, en el que habitaron nuestros aborígenes desde aproximadamente 15.000 años antes de Cristo hasta el proceso de conquista y colonización.
La pintura rupestre ha expresado, desde tiempos remotos, la necesidad de hacer abstracciones, síntesis e idealizaciones que son reflejo de ideas, credos, vida social, económica y estética. Esta práctica proporciona una evidencia única del desarrollo de la vida intelectual y cultural de nuestros aborígenes, quienes consagraron algunos territorios a la posibilidad cierta de entrar en conexión profunda con los ancestros. Fue en estos lugares sagrados -centro del mundo- en donde se gestaron las grandes epopeyas que vieron nacer las primeras generaciones de seres. Allí sucedieron todos los hechos que concluyeron con la creación de los hombres, su cultura y el mundo como hoy lo conocemos. Si bien nuestras antiguas culturas no nos legaron edificaciones monumentales, las evidencias que proporciona la pintura rupestre constituyen una fuente de conocimiento de un patrimonio, que apenas comienza a ser estudiado en Venezuela. ¿Acaso muchas de estas paredes y abrigos rocosos, adornados con pinturas, no son el testimonio de una tradición que expresa, entre otras muchas cosas, la aventura de los primeros habitantes en un período extremadamente largo y oscuro de nuestra historia cultural?
Prospecciones realizadas en estas “regiones sagradas” nos han permitido establecer una amplia distribución de pictografías en casi todos los Estados del país (Zulia, Lara, Aragua, Monagas, Apure, Bolívar y Amazonas). Allí, aún se conservan registros rupestres, que poseen una importancia considerable para completar un cuadro general de las formas iniciales de la pintura en Venezuela. Desafortunadamente, no todas las pictografías encontradas son claras y legibles a primera vista; tampoco las superficies donde ellas se ubican son lisas, ni parecen todas corresponder a un mismo período. Un notable número de sitios rupestres presenta un avanzado estado de deterioro. Algunos motivos se han perdido para siempre, otros apenas dejan ver rasgos descoloridos detrás de una gruesa cortina de líquenes, hongos y humo. La acción misma de la naturaleza, como erosión, meteorización, lixiviación de óxidos, va destruyendo los yacimientos. Esto, sin contar con los hábitos de algunos animales, como termitas y murciélagos, que suelen anidar o deyectar sobre las rocas, aumentando la ruptura y el desprendimiento de la “pátina pictórica”.
A pesar de todo esto, muchos son los abrigos rocosos, cobertizos, cornisas, recintos, senderos, terrazas, círculos y paredes de piedra, que conservan aún gran diversidad de signos y figuras. La primera visión de estos sorprendentes yacimientos pareciera, por su obstinada permanencia, un gesto de rebeldía contra la omisión histórica de la que han sido objeto nuestros pueblos antiguos.
Disminuidos hasta la extinción, el gran rompecabezas que estructuraba sus vidas se fue desarticulando hasta un punto, en el cual sólo quedan pedazos apenas reconocibles; quizás ya no podamos reconstruir de nuevo sus formas iniciales. Nuestra historia, que pareciera avanzar hacia el olvido definitivo de estas culturas, podría recuperar con estos signos los restos de una memoria antigua para llenar el esquema vacío de este universo fragmentado.
Por lo pronto, las pinturas encontradas, sin pretender ser exhaustivos, representan diseños geométricos muy esquematizados y formas figurativas, para utilizar términos occidentales de clasificación.
Algunos conjuntos dé trazos lineales, rectilíneos o curvos, constituyen figuras no identificables sin la ayuda del contexto cultural. Ellas van desde diseños geométricos simples: trazos lineales, puntos, círculos, espirales, rectángulos, cruces, series de puntos y de bastones que dan la impresión de constituir operaciones aritméticas, hasta figuras complejas como soles, grecas, rectángulos rellenos de trazos lineales paralelos. Muchos de estos motivos pueden variar de tamaño o repetirse formando series combinatorias, sumamente parecidas en rocas, ubicadas a distancias considerables. Por otra parte, las figuras animales expresadas de manera figurativa dentro de un esquematismo lineal, parecieran corresponder a la fauna regional: tortugas, ranas, lagartos y peces, cuyas líneas de contorno simple permiten una identificación relativa del sujeto. Algunos animales expresan con mayor realismo lo esencial de la forma figurada. Tal es el caso de los venados del Carmen o del Susude Innawa, en el río Parguaza, los cuales se caracterizan por la búsqueda de cierta realidad óptica, a partir de la modulación de contornos, realizados con gran realismo.
La impronta de la mano humana es recurrente. Ella es como el miembro del cuerpo que confiere al hombre el poder de construir y manejar armas, herramientas y todos aquellos artefactos que lo distinguen y que dan fuerza a su vida. La mano, por el simbolismo que implica la destreza, pareciera estar dotada de gran significado mágico y de una fuerza iconográfica particular. Las manos que encontramos en la pintura rupestre venezolana, suelen estar en grupos o aisladas. Se trata de manos infantiles o adultas, que se recubren con una sustancia colorante roja, para imprimirlas luego, haciendo presión directa contra la piedra; otras se pintan o delinean.
Las representaciones humanas, realizadas con líneas sumamente simples, aparecen aisladas o en el contexto de diseños geométricos. Casi nunca se encuentran asociadas figuras humanas y animales, aunque se da sobreposición y transparencia de unas sobre otras. La organización de las figuras y la significación de las mismas, plantean nuevos interrogantes. La “composición”, si podemos llamarla de esta manera, carece de intención narrativa, siendo muy difícil identificar “escenas”; tampoco hay dramatismo; sólo la insólita agrupación y repetición de formas surgidas, desde las profundidades de los abrigos rocosos, cuya yuxtaposición hace zozobrar cualquier intento interpretativo, siempre tamizado por nuestra percepción y conceptos occidentales de perspectiva. Es difícil reconstruir estos borrosos documentos, solamente sostenidos por una ideología mágico-religiosa. No dudamos de que nuevas investigaciones plantearan otras preguntas y que la pintura rupestre venezolana se revestirá de interpretaciones a la luz de una documentación histórica suficiente. Por lo pronto, la ubicación de las pictografías en las paredes de roca y abrigos no parece seguir un ordenamiento formal. Los diseños suelen tener diversas colocaciones y topologías. La perspectiva en planta, pareciera desarrollarse desde arriba, caracterizándose por la ausencia de peso y perpendicularidad sobre un plano determinado; las imágenes carecen, en la mayoría de los casos, de perspectiva lateral, como si gravitaran. Esta manera de ordenar el espacio, no debe interpretarse como un signo de ingenuidad o falta de orden. Se trata más bien, de una forma peculiar de ordenamiento y mimesis, que se resume en ausencia de perspectiva y gravedad.
Además, hay que considerar las intrusiones de figuras no sincrónicas. De esta forma, cuando apreciamos un “conjunto” de diseños, éste puede, en realidad, estar constituido por una serie de figuras individuales.
Las sustancias colorantes más usuales son de origen mineral (Óxidos ferrosos), generalmente de color ocre y diferentes matices rojizos. De ellos, hemos encontrado una suerte de “tiza”, elaborada presumiblemente a partir de la combinación de pigmentos colorantes (posiblemente óxidos de hierro y ocres) con sustancias grasas usadas como fijador. Es frecuente la asociación de los tonos ocres con el amarillo y el blanco, este último obtenido con arcillas o caolines.
Las técnicas de aplicación parecen haber sido el estampado de manos y dedos, y el dibujo a mano alzada, hecho con útiles similares a tizas. Aunque faltos de medios para asegurarlo, creemos posible el uso de “pinceles”, confeccionados como los hacen los actuales yanomami, quienes -masticando la punta de un palillo de bambú- producen pequeñas tiras de fibra que impregnan en las materias colorantes. Presumimos también la utilización de instrumentos puntiagudos, como huesos delgados o espinas, para el trazado de líneas sumamente finas.
Los métodos de ejecución y el juego de las formas son variados. Esto guarda relación con las características de la superficie rocosa y las convenciones espaciales que dependen de las formas culturales. Sin embargo, pareciera existir cierta afinidad entre la pintura rupestre de las distintas regiones del país, aunque es demasiado pronto para hablar de características de “estilo” significativas, que puedan ir más allá de aclarar las relaciones entre las técnicas y los materiales. Hasta ahora, ha sido difícil precisar con exactitud el momento en el cual se inicia la pintura rupestre en Venezuela, toda vez que aún no existen en nuestro país métodos científicos confiables de fechamiento, y las excavaciones arqueológicas asociadas a los sitios rupestres, no nos han permitido aún recolectar material susceptible de ser fechado.
Por otra parte, desconocemos cómo el tiempo ha integrado los conjuntos de imágenes, en muchos casos formados por la acumulación, siglo tras siglo, de figuras independientes unas de otras y, en consecuencia, carentes de una relación que permita organizarlas en una especie de “código”. Sin embargo, sean nacidas de una sincronía total, o ejecutadas sucesivamente en múltiples intervalos, sus elementos, incluso aquéllos que parecen disparatados, se nos antojan solidarios. Y aunque no podamos precisar su tiempo o naturaleza ¿acaso todos estos signos gráficos no constituyen una forma de comunicación?
No diremos que se trata de una escritura, pues carece de imprescindible ordenamiento lineal de los signos. Sin embargo, no dudamos en afirmar que estas pinturas, antes que cualquier otra huella dejada por los antiguos habitantes de nuestras tierras, nos abren la posibilidad cierta de investigar, con mayor profundidad, las más antiguas tentativas de transmisión simbólica.
Las fechas más próximas, obtenidas en
la Amazonia brasilera, son las encontradas por Guidon en la región de Sao Raimundo Nonato. Según la autora, presentan figuras de la tradición del Nordeste Amazónico. Ellas datan del
36.000 aC. y están asociadas a pequeñas bandas de cazadores que ocuparon temporalmente esta región. Aparentemente, en el mismo lugar y a lo largo de miles de años, cazadores tardíos y agricultores continuaron la tradición de pintar sobre las rocas.
Nuestras recientes campañas de prospección arqueológica en abrigos rocosos de Apure y Bolívar, han arrojado una significativa muestra de restos de alfarería utilitaria y algunos fragmentos de vasijas decoradas con bandas incisas y figuras zoomorfas, aplicadas sobre los bordes. Esta alfarería, aflorada a la entrada de los abrigos rocosos, o ubicada a poca profundidad en los pisos excavados, no presentó ninguna evidencia concreta, que nos permitiera asegurar que las pictografías encontradas, fueran realizadas por los mismos alfareros del Orinoco Medio.
Tampoco podemos atribuirlas con certeza, solamente a antiguos cazadores- recolectores, los cuales debieron formar pequeños grupos que se desplazaban al interior de su territorio, en la medida en que el medio ecológico fuera propicio. Estos grupos, a veces dirigidos por un jefe o un intermediario entre el mundo del hombre y el mundo de los dioses, poseían una cultura material limitada a lo indispensable, para facilitar así su desplazamiento. Esto hace que los restos arqueológicos de este período histórico sean escasos; además, los objetos realizados en madera o fibras vegetales se conservan difícilmente en climas de sabana y selva tropical.
El surgimiento de la agricultura no significó la total desaparición de la caza y recolección como modo de vida; tampoco implicó que muchos pueblos agricultores dejaran de pintar las paredes y techos de los sitios ceremoniales, incluso en los mismos espacios y sobre las antiguas pinturas rupestres. Este hecho supone problemas de interpretación, pues en muchos casos no hay forma de diferenciar, a simple vista, las manifestaciones rupestres de la pintura shamánica actual. De hecho, las pictografías de algunos cementerios indígenas piaroa (d’aruwa), particularmente los ubicados en los abrigos rocosos de las inmediaciones del río Parguaza, evidencian una conexión con los enterramientos, pues algunas figuras parecen representar fardos funerarios o cacures.
Las fuentes etnográficas confirman que, para las comunidades indígenas, los lugares en donde se encuentran pictografías presuponen espacios sagrados. Estos espacios, están mediados por la existencia de un sistema complejo de creencias, pues, como señalábamos, las pinturas rupestres son portadoras de mensajes en forma de signos, que expresan niveles diversos del pensamiento.
Nuestra pintura rupestre parece corresponder con lo que se ha dado en llamar mitogramas, es decir, conjuntos de figuras animales, signos y representaciones humanas que están constituidos por figuras agrupadas sin linealidad. Sus temas y su encadenamiento simbólico corren a cargo de un comentador. El mitograma, en su esencia, no tiene hilo conductor aparente, ni pausas espaciales, ni formulación; es un enunciado de símbolos sostenidos por el “ritmo” de una “composición formal”. Estos signos están animados por el discurso. Su significación precisa se desvanece en el mismo instante en que muere la tradición oral (1). A pesar del carácter relativo de esta definición de mitograma, y carentes del contenido de los mitos originales que animaron estas imágenes, pensamos que las pictografías podrían formar parte de un antiguo sistema de simbolización.
En la actualidad, la experiencia de la pintura sobre piedra es común. Su ejecución, asociada a la extraordinaria mitología indígena, impregna de sabiduría las prácticas shamánicas, al tiempo que da explicación y sentido a los antiguos signos rupestres, los cuales han pasado a formar parte de las fórmulas mágicas que comunican -sin frenos ni barreras- el pasado y el presente. Así, las “piedras pintadas”, o “casas de piedra”, como las llaman, poseen las marcas imborrables de la presencia de los héroes de su cultura en la tierra. Los actuales warekena cuentan como el Creador Napiruli trajo al mundo las piedras pintadas o Kabana-Kuali. En éstas se observan los dibujos que explican la forma de construir casas, fabricar cestas, curiaras, bancos ceremoniales y otras artesanías. Allí aparecen también los imakanasi o grupos de descendencia warekena (2). Como bien ha observado Omar González Ñañez, las piedras pintadas constituyen, para los warekena, verdaderos códigos sagrados. Sus diseños, ejecutados por el Creador Napiruli en tiempos primordiales, son de gran importancia en la celebración de los rituales de iniciación, ya que constituyen un modelo en la ejecución de los diseños decorativos de las cestas, curiaras, ralladores y, sobre todo, de los dibujos de las vasijas de cerámica.
Otras mitologías indígenas, además de la warekena, registran el momento en el que fueron dibujados o grabados signos sobre las piedras, tal es el caso de Makunaima, quien convirtió a los hombres en piedras, formando con ellos un gran círculo en el mismo lugar donde bailaban. Luego de haber hecho muchas piedras, Makunaima caminó sobre ellas Así, imprimió las huellas de ciervos, tapires y otros animales de la selva. De esta manera, las duras rocas quedaron grabadas, como cuando se pisa sobre la tierra mojada (3).
También el gran Amalivaca, padre y héroe cultural de los tamanaco, pintó sobre la roca Tepumereme , las figuras de la luna y el sol, cuando -desde el fondo de una gran caverna abierta en la montaña- reconstruyó el mundo. Desde entonces, ni el huracán, ni las lluvias cayendo sobre la montaña, han logrado borrar los signos de la roca pintada que Amalivaca, padre de las gentes, grabó como señal de su paso por la tierra en la edad de las aguas (4).
El indígena posee un agudo sentido decorativo y no desaprovecha oportunidades para desarrollarlo. La pintura del cuerpo y de la cara es frecuente, así como la decoración de cestería, cerámica, recipientes vegetales, instrumentos musicales, máscaras y muchos otros artefactos y utensilios que forman parte de su vida cotidiana. El indígena es un perspicaz observador de la naturaleza. De esta forma, muchos de sus dibujos destacan con gran fuerza las formas esenciales, como pudo observar Theodor Koch-Grumberg en su texto “Inicios del Arte en
la Selva”, en el que presenta una serie de dibujos recolectados durante su estadía en el Alto Río Negro y Yapurá, entre 1903 y 1905. El dibujo apoya al lenguaje y en -algunos casos- lo reemplaza. Para el indígena, pintar no significa imitar algo exactamente; tampoco es un acto puramente estético, se trata, más bien, de una manera de expresar sus pensamientos.
Por ello, destaca lo que más le interesa, lo que resulta de mayor importancia, o simplemente lo que se quiere expresar; busca comunicarse de la manera más exacta posible, de modo tal que la forma perfectamente ejecutada pasa a un segundo plano. Así, cada parte de una “composición” se concibe independientemente y los detalles se añaden a medida que se considere necesario. La distribución espacial correcta y las proporciones se tratan como algo secundario; lo importante es mostrar aquello que despierta el mayor interés del dibujante (5).
Por otra parte, y como hemos venido señalando, es difícil, en las sociedades indígenas, deslindar las sutiles relaciones que vinculan lo sagrado y lo profano,: la vida estética está unida a una experiencia del mundo altamente ritualizada. En muchos casos, las formas simbólicas someten al cuerpo, y la experiencia estética se inicia con su modificación, tal es el caso de la pintura corporal.
Para dar un ejemplo, entre los piaroa (d`aruwa), los diseños en el cuerpo constituyen lo que llaman “la vía de las cuentas”. No se trata solo de una práctica que pretende decorar la piel, cada signo pintado vive en el interior del cuerpo; todos son las claves mágicas que conforman las palabras del canto shamánico. Sus formas geométricas o figurativas invocan, descubren, indagan elementos que no repiten la naturaleza, como si ella fuera una tabla de referencias.
Entre estos indígenas el dibujo no es un artificio arbitrario, un capricho. Todo nuevo signo está sometido al infalible conocimiento shamánico. Cada dibujo es la representación gráfica de un saber adquirido con los años, en complejas ceremonias rituales.
La pintura del cuerpo, explora los misterios de la magia y se dirige a una región particular de la sensibilidad. Para su ejecución es importante -aunque no exclusivo- el uso de sellos y rodillos de madera que combinan diseños de formas y tamaños diversos; en ellos, se componen y recomponen signos infinitamente repetidos, algunos de los cuales se inspiran en las formas tradicionales del arte rupestre. Sobre el cuerpo, cada diseño es único e intrasmitible; los signos femeninos encierran a las mujeres en su destino inmutable de fertilidad; los masculinos dotan a los hombres de los signos promisorios de la caza y los poderes sagrados del canto shamánico. A pesar de que la práctica de la pintura, ha sido una experiencia común entre los indígenas del pasado y del presente y, aunque gran cantidad de referencias mitológicas dan contexto y vinculan la pintura rupestre, con las prácticas ornamentales de los indígenas actuales, su estudio es todavía escaso. Por tal razón,
la Galería de Arte Nacional ha querido ofrecer, por primera vez en nuestro país, la valoración de un hecho cultural que no dudaríamos en calificar, como importante monumento de nuestro patrimonio cultural.
NOTAS:
1. André Leroi-Gourhan. ARTE Y GRAFISMO EN LA EUROPA PREHISTORICA. Ed. Istmo. Madrid,
1984. p.531.
2. Omar González Ñáñez. MITOLOGIA GUAREQUENA, Monte Avila Editores. Caracas, 1980.
p.73.
3. María M.de Cora, Kuai-Mare. MITOS ABORIGENES DE VENEZUELA, Monte Avila Editores.
Caracas, 1972. p.103.
4. María M.de Cora. MITOS ABORIGENES DE VENEZUELA, Monte Avila Editores. Caracas,
1972. p86.
5. Theodor Koch-Grumberg. INICIOS DEL ARTE EN LA SELVA”. Manuscrito. Sin fecha.
Hola soy una artista plástico y tengo un trabajo de petroglifos venezolanos realizados en vidrio con la técnica de vitrofusión si deseas puedes verlo en mi face arcelia montilla vitrofusión las imagenes estan abiertas a todo público, gracias, Arcelia Montilla
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