BARRO
Nuestros primeros
objetos alfareros están ligados de manera indefectible a la vida sagrada, al
fogón y las mujeres que, en las aldeas antiguas, presurosas acarreaban el barro,
amasaban el barro, modelaban el barro, para darle uso, valor y sentido a esa
materia natural en la que se combinan los elementos primordiales de la vida:
tierra, aire, agua y fuego. A partir de los elementos, la naturaleza se
revela como un lenguaje: “habla” a las
alfareras cuando materializan su inventiva en objetos que hacen la experiencia
estética solidaria de la experiencia religiosa.
El oficio alfarero
permitió una mediación entre el tiempo profano y el sagrado. Se trata de una
técnica para realizar objetos de la vida cotidiana y también una manera de
entrar en relación con los seres primeros de las mitologías cosmogónicas,
quienes enseñaron a las mujeres la alfarería, luego de crear la vida a partir
de una masa palpitante de rocas, musgos y líquenes.
La alfarería
antigua de Venezuela, enterrada durante miles de años, recientemente descubierta
por los amantes de las artes y las artesanías, constituye el testimonio más
sorprendente de un oficio que se inició en nuestro país hacia los 900 años
antes de Cristo, en las zonas aledañas a la desembocadura del Orinoco, región
que fue también puerta de salida de los primeros habitantes hacia las islas del
Caribe, cuya alfarería arqueológica guarda reminiscencias formales y técnicas
de nuestra cerámica prehispánica.
Desde tiempos muy
antiguos se introdujeron en el Bajo Orinoco grupos humanos provenientes de la
vertiente oriental de los Andes peruanos, conocidos como la tradición Kotoch o
Chavin. Ellos aportaron a los primeros pobladores conocimientos de alfarería y
horticultura. Las comunidades que pertenecieron a esta cultura, conocida como
tradición Barrancas, alcanzaron un importante desarrollo económico y social a
partir de los excedentes agrícolas producidos por el cultivo vegetativo de la
yuca amarga.
La alfarería de
Barrancas se caracterizó por el uso de motivos de inspiración zoomorfa, desarrollados
con volúmenes que presentan un efecto de relieve o talla en imágenes de
expresión hierática.
También eran
frecuentes las bandas decorativas hechas con incisiones geométricas que se
generaban unas de otras. La tradición
alfarera de Barrancas declinó como consecuencia de la irrupción en el Bajo
Orinoco, de nuevos grupos aborígenes provenientes del Orinoco Medio, los cuales
dieron a la alfarería de esta región un nuevo carácter: desarrollaron un estilo
con una decoración geométrica compleja, realizada a partir de la incisión fina,
el punteado y la impresión. Otra innovación de los pueblos del Orinoco Medio
fue el uso de espículas de esponja de agua dulce en la composición de las
arcillas, para hacer las vasijas más resistentes. También utilizaron la pintura
policroma, fundamentalmente el blanco, el rojo y el naranja en diversas
combinaciones.
Entre el primero y
el segundo milenio de nuestra era, las culturas del Orinoco se expandieron
hacia la costa nororiental, gran parte del litoral central y las antillas
Menores. Con estos procesos migratorios, los alfareros diseminaron los rasgos
característicos de sus tradiciones, las cuales, a medida que se fueron
ampliando las distancias desde su centro matriz, adquirieron características
regionales que las distinguen y diferencian.
La alfarería de las
sociedades que habitaron la costa central de Venezuela y la cuenca del Lago de
Valencia, alcanzó una importante calidad estética. Los tipos cerámicos más
característicos de esta región fueron las representaciones zoomorfas y las
figurinas femeninas que conocemos como la “Venus de Tacarigua”, las cuales
poseen las deformaciones típicas de esta iconografía: hipertrofia de la cabeza,
abultamiento de la región abdominal y los glúteos y atrofia de los pies.
Sus recursos
ornamentales son variados; ellos fueron representados con filetes de arcilla
modelada, objetos suntuarios como narigueras, orejeras, tocados y collares de
diversas formas y tamaños. Estas representaciones atestiguan en las “Diosas
Madres” la reiteración del mundo viviente, cuya fecundidad las unió
simbólicamente a la reproducción de la vida animal y vegetal.
Más al occidente,
habitaron comunidades en el Valle de Quibor desde aproximadamente el año 200 de
nuestra era. Su estilo alfarero se caracterizó por el uso de pintura policroma,
cuyos rasgos estilizados y de inspiración vegetal reprodujeron líneas
ondulantes trazadas con gran soltura. Sin embargo, es la serpiente el tema
central de la iconografía alfarera del Tocuyano. Su simbolismo polivalente asocia
las serpientes con esas regiones húmedas y cálidas, como son las oscuras zonas
de la fecundidad. En la rueda de la vida formando un círculo, la serpiente que
muerde su propia cola, representa una síntesis de elementos contrarios,
femenino y masculino, luz y sombra, nacer y morir, como manifestaciones de un
mundo en continua transformación.
En esta misma
región se encuentra el Cementerio Arqueológico de Quibor. En sus tumbas ricas
en “ajuar funerario” se encuentran, entre otros muchos objetos tallados en piedra
y conchas marinas, vasijas de barro de múltiples patas, máscaras y figurinas
femeninas de ojos llorantes, ofrendas destinadas a acompañar a los hombres en
su largo viaje hacia la muerte.
En el Valle de
Quibor floreció tardíamente otra tradición alfarera conocida como Tierra de los
Indios: se caracterizó por lo peculiar de su diseño formal y la profusión de
una pintura geométrica que recrea espirales, líneas coronadas de puntos,
triángulos unidos en los vértices, rombos, rectángulos, los cuales recubren las
vasijas en su totalidad.
En las altas zonas
montañosas de Los Andes se asentaron, aproximadamente 500 años después de
Cristo, comunidades de agricultores y alfareros cuyos objetos se repitieron
durante cientos de años. Las figurinas femeninas, a diferencia de las de la Cuenca del Lago de
Valencia, poseen rostros muy poco expresivos y cuerpos esquemáticos que
contrastan con el realismo de las figurinas masculinas, las cuales representan
caciques o “mohanes”, personajes éstos generalmente ancianos, de rostros
severos, que descansan sentados sobre sus asientos o dúhos, en posesión de
todos los signos propios de su rango: tocados, orejeras, tapa sexos, mientras
que en las manos portan un pequeño recipiente a manera de ofrenda.
Otras regiones de la Venezuela prehispánica
constituyeron importantes centros de tradición alfarera, entre ellas los Llanos
Occidentales y la Cuenca
del Lago de Maracaibo. La primera floreció entre los 200 y 500 años después de
Cristo. En esta región se asentaron grupos provenientes del norte de Colombia,
del Orinoco Medio y de la vertiente oriental de los andes venezolanos, los
cuales produjeron una alfarería policroma, impecable en el acabado de sus
vasijas de cuerpos biconvexos y platos de base pedestal. Las comunidades que ocuparon
la Cuenca del
lago de Maracaibo, mantuvieron contacto permanente con grupos étnicos
procedentes de los cacicazgos del norte de Colombia, desarrollando una
alfarería que se caracterizó por su riqueza formal y decorativa inspirada en
modelos naturales.
Entre las muchas
maravillas que llenaron de asombro y excitaron la fantasía e imaginación de
conquistadores y viajeros, está la maestría y destreza natural con que los
alfareros indios modelaban el barro, dando a esta materia primordial, y con muy
pocas herramientas, un acabado perfecto. Hasta entonces y desde tiempos
inmemoriales, fabricaron su “ollería” sobreponiendo rodetes de barro que, luego
de alisados y secados, eran quemados en piras al aire libre.
Como consecuencia
de este encuentro, en muy pocos años, los españoles trajeron las herramientas
propias de su mundo industrial. Así aparecieron en nuestro país los primeros
tornos alfareros y los hornos cerrados de ladrillo y piedra, en cuyo interior
era posible separar el contacto de la leña y las piezas para producir el
perfecto vidriado, con el que los objetos de barro adquirieron una nueva
apariencia y se hicieron completamente impermeables.
Las fórmulas de
elaboración técnica y estructural de origen prehispánico permitieron una mayor
riqueza ornamental, de manera que los nuevos diseños y formas lograron convivir
con elementos del mundo indígena, como se observa en muchos objetos que
apuntalan las estructuras de nuestra cocina tradicional, los cuales conservan
todavía esa nostalgia de los tiempos antiguos.
Al tiempo que el
español, el indio y el negro se fueron mestizando en el criollo, mulato, zambo
o pardo, las tradiciones alfareras indias de las distintas regiones
incorporaron las formas y los estilos de los centros alfareros de Andalucía,
Murcia, Aragón, Cataluña, Sevilla o Granada, como es posible observar en las
excavaciones de las ruinas de la ciudad de Nueva Cádiz en la Isla de Cubagua, a lo que se
unió la importación de numerosos objetos, cerámicas y baldosas vidriadas, de
las cuales provenían no sólo de España, sino de Francia, Inglaterra, Holanda,
China y particularmente de México, como dan cuenta inventarios y testamentarías
de los siglos XVII y XVIII.
Al finalizar los
días coloniales, durante la
Guerra de Independencia y en los años que le siguieron, junto
a las piezas tradicionales de los servicios de mesa, ingresó al país un tipo de
vajilla, cuya decoración estaba relacionada con la gesta emancipadora. Ésta
incluyó lemas, consignas, fechas y retratos de los próceres. Su finalidad proselitista
difundía los nuevos ideales o conmemoraba algún hecho específico de guerra. A
esta modalidad se le dio el nombre de “lozas portantes”, en su mayoría
elaboradas en loza o semi-porcelana y encargadas a fábricas inglesas.
A la par, una
naciente alfarería popular siguió su curso, como leemos en los relatos de
viajeros y cronistas que nos visitaron. Humboldt, a propósito de la cerámica de
Manicuare, en el Estado Sucre, señala: “…no habían bastado tres siglos para
introducir la rueda del alfarero en una costa no tan alejada de España más de
treinta o cuarenta días de navegación”. Manuel Pérez Vila apunta como con la
introducción del torno se fueron creando las bases de una próspera producción
que abarca los siglos que median entre conquista y colonización, lo cual
contribuyó a la creación de una clase media que se mantenía con la fabricación
de una alfarería hecha con las técnicas tradicionales.
Agustín Codazzi
constata que en la primera década de 1830 existían en Venezuela “buenas
alfarerías ordinarias de mano y torno”. Por su parte, Tomás José Sanabria anota
en el Anuario de la
Provincia de Caracas de 1832 al 33, que en el Cantón de
Caracas se conseguía una excelente tierra blanca, la cual era fácil de hallar
en Petare, Guarenas, Sabana de Ocumare, La Victoria, Calabozo, San Sebastián y Orituco. Al
tiempo, muchos poblados y centros urbanos se nutrieron de la mayólica de Puebla
de los Ángeles y de otros estilos alfareros, de las piezas venidas de Jalapa y
Guadalajara, ya que el comercio de tabaco y cacao mantuvo relaciones abiertas
con el Puerto de Veracruz durante todo el siglo XVIII.
Hasta hoy, la
alfarería tradicional continúa cumpliendo funciones importantes en la vida
campesina de casi todas las regiones del país, pues en todo sitio se consiguen
las arcillas propicias.
Tal es el caso de
Los Guáimaros y Pueblo Nuevo en Mérida, Táriba y Lomas Bajas en Táchira, Bocono
en Trujillo, Yai, Sanare y Quibor en Lara; en caseríos de la Península de Paraguaná
como El Pizarral, Tacadito, Sarinao o Miraca; en pequeños poblados de Yaracuy;
en San Antonio de Tamanaco en el Guárico, El Cercado en la isla de Margarita y
en muchas otras regiones centrales y del oriente de nuestro país, como Cumaná,
Soledad o Caicara del Orinoco.
Lugares desde donde
nos llegan los nombres de Teodora Torrealba, Francisca Rodríguez o Margarita
Urbina, Carmen Díaz, Leonza Rodríguez, María Antonia Castillo, María José y
Esperanza Balza, entre muchísimas otras alfareras anónimas desde cuyos rústicos
talleres podemos asistir a las quemas realizadas en hornos rudimentarios o
fogones abiertos a la bóveda estrellada, en las que las loceras, como se las
llama, convocan la mágica concurrencia de la Luna propiciadora, astro protector de las roturas
de los tiestos sometidos a las fuerzas devoradoras del fuego.
En estos parajes, a
veces desolados, todavía resuena el testimonio de los cinco siglos de dialogo multicultural. Puede ser en las inmediaciones de Lomas Bajas, cerca de Capacho, en
el estado Táchira, en donde se “totea” como se llama al trabajo en el torno, o
en los muchos otros sitios donde se trabaja con el método de los rodetes.
Es preciso mucho
amor por el oficio para mantener viva la tradición. Una tradición que se
circunscribe al ámbito familiar y es adquirida “por herencia”. Pues las madres
enseñan a sus hijas, acción que se repite en cada casa, en cada poblado
alfarero. Así muchas mujeres viven y “levantan sus hijos” con un trabajo que
“no conoce descanso”.
Curiosamente,
aunque el repertorio de formas y motivos no es muy amplio, cada alfarera tiene
un sello particular a la hora de manufacturar
ollas, cazuelas, tinajas, materos y budares, principalmente.
Con las técnicas
del torno y el vidriado, los artesanos españoles introdujeron las artes de las
tejas y el ladrillo, y aunque poco se sabe de la vida de estos fabricantes,
pues sus productos vendidos en mercados y plazas públicas no registran recibos
que los identifiquen, es posible encontrar referencias en la Sección de Testamentarías
del Registro Principal de Caracas, en el cual se da cuenta de la existencia
para 1775 de un tejar y locería ubicado en las inmediaciones de Maiquetía, de
gran producción, si tomamos en cuenta que en su inventario de bienes se señala
que se hallaban almacenadas unas 3.800 tejas cocidas, 4.000 ladrillos cocidos y
500 crudos, además de vajillas y platos vidriados.
Cuando uno observa
las técnicas, pareciera que poco o nada ha cambiado en los
alfares destinados a la fabricación manual de tejas y ladrillos, cuyos hornos
enclavados en medio de una naturaleza agria y espinosa, aparentemente hostil a
todo verdor, dejan ver en sus chimeneas la estela humeante de una producción a
la que concurren, durante pesadas y largas faenas, mujeres, hombres y niños,
casi siempre de una misma familia.
En las inmediaciones
de Quibor o Carora la faena se inicia temprano en la mañana. Luego del primer
cafecito se amasan los terrones de barro rojizo, remojados en pozos de poca
profundidad, hasta convertirlos en una masa suave y uniforme. Bajo un sol que
no da tregua, pues una lluvia repentina arruinaría el trabajo, sobre un vasto
mar de tierra arenosa y guijarros, en el que todo hace referencia al abandono,
están los tendederos, que no son otra cosa que la misma tierra calcinada por el
sol.
Allí se colocan las
hormas, en las que el barro, por la presión de unas manos secas como el paisaje
mismo, tomará las caprichosas formas cuadradas, hexagonales, octogonales de
ladrillos, adobones, adoquines, panelas, baldosas o tejas, los cuales, luego de
secados al sol y quemados en muchas horas y con gran cuidado para que el calor
se distribuya uniformemente, cubrirán techos y suelos de edificios y casas
nostálgicamente “coloniales”, aunque recién construidas.
Desde los tiempos
en los que el influjo sangriento de la conquista guerrera y
evangelizadora, impusiera nuevas formas y técnicas a la alfarería indígena,
muchos de sus motivos, símbolos y estética, fueron desapareciendo.
Los pueblos que sobrevivieron, aquellos que buscaron la seguridad en los
enclaves selváticos de amazonia y Orinoquia, o los que se aferraron a las
tierras erosionadas y agrias de la
Guajira, conservaron alguna memoria de las técnicas, usos y
antiguos oficios.
Tal es el caso de
los Yanomami, quienes fabricaban algunas vasijas como
la peculiar “hapoca”, olla sumamente sencilla en forma de campana sin ningún
tipo de decoración, asas o patas, que utilizaban para cocinar. Estas ollas
fabricadas por los hombres, generalmente se realizaban con arcilla blanca,
usando el método del enrollado y alisado, y luego se quemaban en piras de fuego
abierto. Actualmente cocinan en ollas de aluminio compradas a los criollos.
Otro tanto ocurre con la alfarería de los Piaroa, Guahibo o Pemón, quienes
todavía fabrican unas pocas ollas y tinajas para conservar líquidos.
Actualmente, en la Guajira, las mujeres
Wayuu, especialmente las ancianas, elaboran con la técnica del modelado y
enrollado, ollas, platos, calderos y cazuelas de textura áspera y decoraciones
incisas, que se queman en rudimentarios hornos cavados en la tierra.
Otros objetos
singulares de la alfarería Wayuu son la “siruwa” y las “tinash” de forma
globular, en cuyas lisas superficies se pintan con engobes las tradicionales
“urishe”, que guardan relación con el “kanaás” o arte de tejer dibujos, los
cuales representan con diseños geométricos, propios de los clanes totémicos
familiares.
Estas vasijas se
utilizan principalmente para almacenar o transportar agua y otros líquidos
durante los viajes por los áridos territorios tribales. Así mismo, con iguales
técnicas y decoraciones, se fabrican las urnas funerarias “jula’a”, en las que
se depositan los huesos de los muertos, en una suerte de entierro secundario,
de acuerdo con las prácticas funerarias Wayuu.
Mientras que en el
contexto campesino el trabajo con el barro ha continuado apuntalando las
estructuras de un estilo de vida, para los indígenas ni siquiera sobrevivir es
un hecho cierto. Los años finales de este siglo han sido particularmente
cruentos, y en muy poco tiempo hemos visto desaparecer lenguas, creencias y
oficios.
La milenaria
alfarería aparece apenas como un rastro en la memoria que huye obstinadamente
hacia la nada, penetrado el verdor de los pueblos indios con las formas y
materias del “progreso”.
Para la proxima ilustra el post, asi uno se imagina bien las cosas, gracias!!
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ResponderEliminarExcelente 👍
ResponderEliminarQue bonito😁👋
ResponderEliminarPorfa se necesita ilustración para la próxima
ResponderEliminarDonde dice que cuáles fueron las primeras comunidades agroalfareras
ResponderEliminarPanganle titulos a las cosas
ResponderEliminarPara la próxima usa ilustra
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