Presentación

"El trabajo no debe ser vendido como mercancía, debe ser ofrecido como un regalo a la comunidad"

Ernesto Che Guevara



Por el derecho que tienen los pueblos a saber su propia historia. Por el derecho a conocer sus tradiciones y cosmovisión indígena. Por el derecho a conocer la leyes que los amparan. Por el derecho a socializar el conocimiento liberándolo de la propiedad privada, del autor individual, la editorial, la fundación, la empresa, el mercado y cualquier otro tipo de apropiador que ponga precio a lo que es patrimonio de la humanidad.

Siguiendo el ejemplo de la cultura del regalo que practican los pueblos originarios de todas las latitudes y en la conciencia de que el otro, es también mi hermano: “sangre de mi sangre y huesos de mis huesos”, concepto que los indígenas de Venezuela resumen con el término pariente, he desarrollado esta página, con la idea de compartir estos saberes, fruto de años de investigación en el campo antropológico, para que puedas hacer libre uso de un conjunto de textos, muchos de los cuales derivaron del conocimiento colectivo de otros tantos autores, cuya fuente ha alimentado mi experiencia humana y espiritual.

A mis maestros quienes también dedicaron su vida a la investigación en este campo, apostando de antemano, que por este camino jamás se harían ricos, a los indígenas que me mostraron sus visiones del mundo, a los talladores, ceramistas, cesteros, tejedores, indígenas y campesinos que me hablaron de su oficio.

A Roberto y a Emilio quienes murieron en la selva acompañándome en aventuras de conocimiento, a mis colegas de los equipos comunitarios de Catia TVe, a los colegas de los museos en los que he trabajado, a mis compas de la Escuela de la Percepción, a mis amigas que me han apoyado y a los que me han adversado, mi mayor gratitud.

Lelia Delgado
Centro de Estudios de Estética Indígena
Leliadelgado07@gmail.com

jueves, 24 de octubre de 2013

Arte y estética originaria en Venezuela


Alfarería Indígena Venezolana.



BARRO

Nuestros primeros objetos alfareros están ligados de manera indefectible a la vida sagrada, al fogón y las mujeres que, en las aldeas antiguas, presurosas acarreaban el barro, amasaban el barro, modelaban el barro, para darle uso, valor y sentido a esa materia natural en la que se combinan los elementos primordiales de la vida: tierra, aire, agua y fuego. A partir de los elementos, la naturaleza se revela  como un lenguaje: “habla” a las alfareras cuando materializan su inventiva en objetos que hacen la experiencia estética solidaria de la experiencia religiosa.

El oficio alfarero permitió una mediación entre el tiempo profano y el sagrado. Se trata de una técnica para realizar objetos de la vida cotidiana y también una manera de entrar en relación con los seres primeros de las mitologías cosmogónicas, quienes enseñaron a las mujeres la alfarería, luego de crear la vida a partir de una masa palpitante de rocas, musgos y líquenes.

La alfarería antigua de Venezuela, enterrada durante miles de años, recientemente descubierta por los amantes de las artes y las artesanías, constituye el testimonio más sorprendente de un oficio que se inició en nuestro país hacia los 900 años antes de Cristo, en las zonas aledañas a la desembocadura del Orinoco, región que fue también puerta de salida de los primeros habitantes hacia las islas del Caribe, cuya alfarería arqueológica guarda reminiscencias formales y técnicas de nuestra cerámica prehispánica.

Desde tiempos muy antiguos se introdujeron en el Bajo Orinoco grupos humanos provenientes de la vertiente oriental de los Andes peruanos, conocidos como la tradición Kotoch o Chavin. Ellos aportaron a los primeros pobladores conocimientos de alfarería y horticultura. Las comunidades que pertenecieron a esta cultura, conocida como tradición Barrancas, alcanzaron un importante desarrollo económico y social a partir de los excedentes agrícolas producidos por el cultivo vegetativo de la yuca amarga.

La alfarería de Barrancas se caracterizó por el uso de motivos de inspiración zoomorfa, desarrollados con volúmenes que presentan un efecto de relieve o talla en imágenes de expresión hierática.

También eran frecuentes las bandas decorativas hechas con incisiones geométricas que se generaban unas de otras. La tradición alfarera de Barrancas declinó como consecuencia de la irrupción en el Bajo Orinoco, de nuevos grupos aborígenes provenientes del Orinoco Medio, los cuales dieron a la alfarería de esta región un nuevo carácter: desarrollaron un estilo con una decoración geométrica compleja, realizada a partir de la incisión fina, el punteado y la impresión. Otra innovación de los pueblos del Orinoco Medio fue el uso de espículas de esponja de agua dulce en la composición de las arcillas, para hacer las vasijas más resistentes. También utilizaron la pintura policroma, fundamentalmente el blanco, el rojo y el naranja en diversas combinaciones.

Entre el primero y el segundo milenio de nuestra era, las culturas del Orinoco se expandieron hacia la costa nororiental, gran parte del litoral central y las antillas Menores. Con estos procesos migratorios, los alfareros diseminaron los rasgos característicos de sus tradiciones, las cuales, a medida que se fueron ampliando las distancias desde su centro matriz, adquirieron características regionales que las distinguen y diferencian.

La alfarería de las sociedades que habitaron la costa central de Venezuela y la cuenca del Lago de Valencia, alcanzó una importante calidad estética. Los tipos cerámicos más característicos de esta región fueron las representaciones zoomorfas y las figurinas femeninas que conocemos como la “Venus de Tacarigua”, las cuales poseen las deformaciones típicas de esta iconografía: hipertrofia de la cabeza, abultamiento de la región abdominal y los glúteos y atrofia de los pies.

Sus recursos ornamentales son variados; ellos fueron representados con filetes de arcilla modelada, objetos suntuarios como narigueras, orejeras, tocados y collares de diversas formas y tamaños. Estas representaciones atestiguan en las “Diosas Madres” la reiteración del mundo viviente, cuya fecundidad las unió simbólicamente a la reproducción de la vida animal y vegetal.

Más al occidente, habitaron comunidades en el Valle de Quibor desde aproximadamente el año 200 de nuestra era. Su estilo alfarero se caracterizó por el uso de pintura policroma, cuyos rasgos estilizados y de inspiración vegetal reprodujeron líneas ondulantes trazadas con gran soltura. Sin embargo, es la serpiente el tema central de la iconografía alfarera del Tocuyano. Su simbolismo polivalente asocia las serpientes con esas regiones húmedas y cálidas, como son las oscuras zonas de la fecundidad. En la rueda de la vida formando un círculo, la serpiente que muerde su propia cola, representa una síntesis de elementos contrarios, femenino y masculino, luz y sombra, nacer y morir, como manifestaciones de un mundo en continua transformación.

En esta misma región se encuentra el Cementerio Arqueológico de Quibor. En sus tumbas ricas en “ajuar funerario” se encuentran, entre otros muchos objetos tallados en piedra y conchas marinas, vasijas de barro de múltiples patas, máscaras y figurinas femeninas de ojos llorantes, ofrendas destinadas a acompañar a los hombres en su largo viaje hacia la muerte.
En el Valle de Quibor floreció tardíamente otra tradición alfarera conocida como Tierra de los Indios: se caracterizó por lo peculiar de su diseño formal y la profusión de una pintura geométrica que recrea espirales, líneas coronadas de puntos, triángulos unidos en los vértices, rombos, rectángulos, los cuales recubren las vasijas en su totalidad.

En las altas zonas montañosas de Los Andes se asentaron, aproximadamente 500 años después de Cristo, comunidades de agricultores y alfareros cuyos objetos se repitieron durante cientos de años. Las figurinas femeninas, a diferencia de las de la Cuenca del Lago de Valencia, poseen rostros muy poco expresivos y cuerpos esquemáticos que contrastan con el realismo de las figurinas masculinas, las cuales representan caciques o “mohanes”, personajes éstos generalmente ancianos, de rostros severos, que descansan sentados sobre sus asientos o dúhos, en posesión de todos los signos propios de su rango: tocados, orejeras, tapa sexos, mientras que en las manos portan un pequeño recipiente a manera de ofrenda.

Otras regiones de la Venezuela prehispánica constituyeron importantes centros de tradición alfarera, entre ellas los Llanos Occidentales y la Cuenca del Lago de Maracaibo. La primera floreció entre los 200 y 500 años después de Cristo. En esta región se asentaron grupos provenientes del norte de Colombia, del Orinoco Medio y de la vertiente oriental de los andes venezolanos, los cuales produjeron una alfarería policroma, impecable en el acabado de sus vasijas de cuerpos biconvexos y platos de base pedestal. Las comunidades que ocuparon la Cuenca del lago de Maracaibo, mantuvieron contacto permanente con grupos étnicos procedentes de los cacicazgos del norte de Colombia, desarrollando una alfarería que se caracterizó por su riqueza formal y decorativa inspirada en modelos naturales.

Entre las muchas maravillas que llenaron de asombro y excitaron la fantasía e imaginación de conquistadores y viajeros, está la maestría y destreza natural con que los alfareros indios modelaban el barro, dando a esta materia primordial, y con muy pocas herramientas, un acabado perfecto. Hasta entonces y desde tiempos inmemoriales, fabricaron su “ollería” sobreponiendo rodetes de barro que, luego de alisados y secados, eran quemados en piras al aire libre.

Como consecuencia de este encuentro, en muy pocos años, los españoles trajeron las herramientas propias de su mundo industrial. Así aparecieron en nuestro país los primeros tornos alfareros y los hornos cerrados de ladrillo y piedra, en cuyo interior era posible separar el contacto de la leña y las piezas para producir el perfecto vidriado, con el que los objetos de barro adquirieron una nueva apariencia y se hicieron completamente impermeables.




Las fórmulas de elaboración técnica y estructural de origen prehispánico permitieron una mayor riqueza ornamental, de manera que los nuevos diseños y formas lograron convivir con elementos del mundo indígena, como se observa en muchos objetos que apuntalan las estructuras de nuestra cocina tradicional, los cuales conservan todavía esa nostalgia de los tiempos antiguos.

Al tiempo que el español, el indio y el negro se fueron mestizando en el criollo, mulato, zambo o pardo, las tradiciones alfareras indias de las distintas regiones incorporaron las formas y los estilos de los centros alfareros de Andalucía, Murcia, Aragón, Cataluña, Sevilla o Granada, como es posible observar en las excavaciones de las ruinas de la ciudad de Nueva Cádiz en la Isla de Cubagua, a lo que se unió la importación de numerosos objetos, cerámicas y baldosas vidriadas, de las cuales provenían no sólo de España, sino de Francia, Inglaterra, Holanda, China y particularmente de México, como dan cuenta inventarios y testamentarías de los siglos XVII y XVIII.

Al finalizar los días coloniales, durante la Guerra de Independencia y en los años que le siguieron, junto a las piezas tradicionales de los servicios de mesa, ingresó al país un tipo de vajilla, cuya decoración estaba relacionada con la gesta emancipadora. Ésta incluyó lemas, consignas, fechas y retratos de los próceres. Su finalidad proselitista difundía los nuevos ideales o conmemoraba algún hecho específico de guerra. A esta modalidad se le dio el nombre de “lozas portantes”, en su mayoría elaboradas en loza o semi-porcelana y encargadas a fábricas inglesas.

A la par, una naciente alfarería popular siguió su curso, como leemos en los relatos de viajeros y cronistas que nos visitaron. Humboldt, a propósito de la cerámica de Manicuare, en el Estado Sucre, señala: “…no habían bastado tres siglos para introducir la rueda del alfarero en una costa no tan alejada de España más de treinta o cuarenta días de navegación”. Manuel Pérez Vila apunta como con la introducción del torno se fueron creando las bases de una próspera producción que abarca los siglos que median entre conquista y colonización, lo cual contribuyó a la creación de una clase media que se mantenía con la fabricación de una alfarería hecha con las técnicas tradicionales.

Agustín Codazzi constata que en la primera década de 1830 existían en Venezuela “buenas alfarerías ordinarias de mano y torno”. Por su parte, Tomás José Sanabria anota en el Anuario de la Provincia de Caracas de 1832 al 33, que en el Cantón de Caracas se conseguía una excelente tierra blanca, la cual era fácil de hallar en Petare, Guarenas, Sabana de Ocumare, La Victoria, Calabozo, San Sebastián y Orituco. Al tiempo, muchos poblados y centros urbanos se nutrieron de la mayólica de Puebla de los Ángeles y de otros estilos alfareros, de las piezas venidas de Jalapa y Guadalajara, ya que el comercio de tabaco y cacao mantuvo relaciones abiertas con el Puerto de Veracruz durante todo el siglo XVIII.

Hasta hoy, la alfarería tradicional continúa cumpliendo funciones importantes en la vida campesina de casi todas las regiones del país, pues en todo sitio se consiguen las arcillas propicias.

Tal es el caso de Los Guáimaros y Pueblo Nuevo en Mérida, Táriba y Lomas Bajas en Táchira, Bocono en Trujillo, Yai, Sanare y Quibor en Lara; en caseríos de la Península de Paraguaná como El Pizarral, Tacadito, Sarinao o Miraca; en pequeños poblados de Yaracuy; en San Antonio de Tamanaco en el Guárico, El Cercado en la isla de Margarita y en muchas otras regiones centrales y del oriente de nuestro país, como Cumaná, Soledad o Caicara del Orinoco.

Lugares desde donde nos llegan los nombres de Teodora Torrealba, Francisca Rodríguez o Margarita Urbina, Carmen Díaz, Leonza Rodríguez, María Antonia Castillo, María José y Esperanza Balza, entre muchísimas otras alfareras anónimas desde cuyos rústicos talleres podemos asistir a las quemas realizadas en hornos rudimentarios o fogones abiertos a la bóveda estrellada, en las que las loceras, como se las llama, convocan la mágica concurrencia de la Luna propiciadora, astro protector de las roturas de los tiestos sometidos a las fuerzas devoradoras del fuego.

En estos parajes, a veces desolados, todavía resuena el testimonio de los cinco siglos de dialogo multicultural. Puede ser en las inmediaciones de Lomas Bajas, cerca de Capacho, en el estado Táchira, en donde se “totea” como se llama al trabajo en el torno, o en los muchos otros sitios donde se trabaja con el método de los rodetes.

Es preciso mucho amor por el oficio para mantener viva la tradición. Una tradición que se circunscribe al ámbito familiar y es adquirida “por herencia”. Pues las madres enseñan a sus hijas, acción que se repite en cada casa, en cada poblado alfarero. Así muchas mujeres viven y “levantan sus hijos” con un trabajo que “no conoce descanso”.

Curiosamente, aunque el repertorio de formas y motivos no es muy amplio, cada alfarera tiene un sello particular a la hora de manufacturar  ollas, cazuelas, tinajas, materos y budares, principalmente.

Con las técnicas del torno y el vidriado, los artesanos españoles introdujeron las artes de las tejas y el ladrillo, y aunque poco se sabe de la vida de estos fabricantes, pues sus productos vendidos en mercados y plazas públicas no registran recibos que los identifiquen, es posible encontrar referencias en la Sección de Testamentarías del Registro Principal de Caracas, en el cual se da cuenta de la existencia para 1775 de un tejar y locería ubicado en las inmediaciones de Maiquetía, de gran producción, si tomamos en cuenta que en su inventario de bienes se señala que se hallaban almacenadas unas 3.800 tejas cocidas, 4.000 ladrillos cocidos y 500 crudos, además de vajillas y platos vidriados.


Cuando uno observa las técnicas, pareciera  que poco o nada ha cambiado en los alfares destinados a la fabricación manual de tejas y ladrillos, cuyos hornos enclavados en medio de una naturaleza agria y espinosa, aparentemente hostil a todo verdor, dejan ver en sus chimeneas la estela humeante de una producción a la que concurren, durante pesadas y largas faenas, mujeres, hombres y niños, casi siempre de una misma familia.

En las inmediaciones de Quibor o Carora la faena se inicia temprano en la mañana. Luego del primer cafecito se amasan los terrones de barro rojizo, remojados en pozos de poca profundidad, hasta convertirlos en una masa suave y uniforme. Bajo un sol que no da tregua, pues una lluvia repentina arruinaría el trabajo, sobre un vasto mar de tierra arenosa y guijarros, en el que todo hace referencia al abandono, están los tendederos, que no son otra cosa que la misma tierra calcinada por el sol.

Allí se colocan las hormas, en las que el barro, por la presión de unas manos secas como el paisaje mismo, tomará las caprichosas formas cuadradas, hexagonales, octogonales de ladrillos, adobones, adoquines, panelas, baldosas o tejas, los cuales, luego de secados al sol y quemados en muchas horas y con gran cuidado para que el calor se distribuya uniformemente, cubrirán techos y suelos de edificios y casas nostálgicamente “coloniales”, aunque recién construidas.

Desde los tiempos en los  que el influjo sangriento de la conquista guerrera y evangelizadora, impusiera nuevas formas y técnicas a la alfarería indígena, muchos de sus motivos, símbolos y estética, fueron desapareciendo. Los pueblos que sobrevivieron, aquellos que buscaron la seguridad en los enclaves selváticos de amazonia y Orinoquia, o los que se aferraron a las tierras erosionadas y agrias de la Guajira, conservaron alguna memoria de las técnicas, usos y antiguos oficios.

Tal es el caso de los Yanomami, quienes fabricaban algunas vasijas como la peculiar “hapoca”, olla sumamente sencilla en forma de campana sin ningún tipo de decoración, asas o patas, que utilizaban para cocinar. Estas ollas fabricadas por los hombres, generalmente se realizaban con arcilla blanca, usando el método del enrollado y alisado, y luego se quemaban en piras de fuego abierto. Actualmente cocinan en ollas de aluminio compradas a los criollos. Otro tanto ocurre con la alfarería de los Piaroa, Guahibo o Pemón, quienes todavía fabrican unas pocas ollas y tinajas para conservar líquidos.

Actualmente, en la Guajira, las mujeres Wayuu, especialmente las ancianas, elaboran con la técnica del modelado y enrollado, ollas, platos, calderos y cazuelas de textura áspera y decoraciones incisas, que se queman en rudimentarios hornos cavados en la tierra.


Otros objetos singulares de la alfarería Wayuu son la “siruwa” y las “tinash” de forma globular, en cuyas lisas superficies se pintan con engobes las tradicionales “urishe”, que guardan relación con el “kanaás” o arte de tejer dibujos, los cuales representan con diseños geométricos, propios de los clanes totémicos familiares.

Estas vasijas se utilizan principalmente para almacenar o transportar agua y otros líquidos durante los viajes por los áridos territorios tribales. Así mismo, con iguales técnicas y decoraciones, se fabrican las urnas funerarias “jula’a”, en las que se depositan los huesos de los muertos, en una suerte de entierro secundario, de acuerdo con las prácticas funerarias Wayuu.

Mientras que en el contexto campesino el trabajo con el barro ha continuado apuntalando las estructuras de un estilo de vida, para los indígenas ni siquiera sobrevivir es un hecho cierto. Los años finales de este siglo han sido particularmente cruentos, y en muy poco tiempo hemos visto desaparecer lenguas, creencias y oficios.

La milenaria alfarería aparece apenas como un rastro en la memoria que huye obstinadamente hacia la nada, penetrado el verdor de los pueblos indios con las formas y materias del “progreso”.